Alejandro Samper


Hace 70 años, el 5 de julio de 1946, el francés Louis Réard exhibió una prenda que sorprendió a la moda y dio un empujón a la revolución sexual: el bikini. El traje de baño de dos piezas era tan obsceno para la época, que su creador tuvo que contratar a la stripper Micheline Bernardini para que lo luciera.
Hoy, 70 años después, el primer ministro de Francia, Manuel Valls, está censurando una prenda de playa por considerarla "incorrecta" e irrespetuosa de "las buenas costumbres, el principio de laicismo y las reglas de higiene". Habla del burkini, traje que usan algunas mujeres islámicas para meterse en el mar y que es todo lo opuesto al bikini. O sea, cubre todo.
A su voz se sumó la del primer ministro belga, Charles Michel, cuyo vocero, Christophe Cordier, señaló que para ellos el burkini "es un símbolo de aislamiento identitario y de servidumbre de la mujer que no fomenta la vida en común". Y el gobierno alemán también la censuró.
Tres musulmanas fueron multadas en Cannes por bañarse "demasiado cubiertas", y entonces caen las preguntas ¿hasta este ridículo punto se ha llegado? ¿Dónde está la tolerancia y el respeto? Sorprende que estas medidas vengan de un país que -por encima de los actos terroristas padecidos en los últimos meses- proclama la igualdad, la fraternidad y la libertad. Una nación de humanistas como Sartre, quien dijo: "mi libertad se termina donde empieza la de los demás".
Como lo mencioné en este espacio la semana pasada, hay un movimiento ultra conservador gestándose (en Colombia y en todo el mundo) que busca radicalizar y polarizar a la sociedad a través del miedo. Con una falsa moral dictan cátedra de lo que está "bien" y condenan a todo aquel que piense o sea diferente a sus estándares. Desde homosexuales a discapacitados; de grupos étnicos a cuestiones de fe. Y en esta nueva cacería de brujas el más reciente objetivo es el burkini.
Es irónico que los más conservadores hoy defiendan la exhibición de piel y los pequeños bikinis, cuando antes los atacaban. Decían que eran símbolos de la explotación de la mujer como un objeto sexual, de cosificarla, de exhibirla como un trozo de carne. Junto a las mujeres multadas en Cannes hubo otras seis sancionadas a las que las autoridades locales les dieron dos alternativas: o se quitaban la ropa o se iban de la playa. ¡¿Ah?!
Además, ¿qué diferencia hay entre un burkini y uno de esos trajes enterizos que usan los surfistas en las playas de California o quienes practican el buceo en el Caribe o en Australia?
¡Dejen a la musulmanas llevar sus burkinis! Confieso que yo sería candidato número uno a usar uno de estos trajes de baño; no por cuestiones de credo sino por mi pasmosa blancura. Soy de esos que se meten a una piscina y desde la orilla me gritan "¡quítese la camiseta blanca!", porque estoy embadurnado de bloqueador solar.
Y no nos digamos mentiras, más de una persona le pondría un burkini a algunas mujeres que vemos en nuestras playas. Las que no parecen broceándose sino manatíes encallados. Las que pierden el vestido de baño entre los pliegues de sus carnosidades y celulitis. Las que se hacen trencitas llenas de chaquiras y corren por la playa creyéndose Bo Derek, pero en realidad parecen como si estuvieran en medio de un shock anafiláctico por la picadura de una abeja o por comer mariscos.
"El burkini trata de encerrar, de disimular el cuerpo de las mujeres para controlarlas mejor", dijo la ministra de la Familia, la Infancia, y los Derechos de la Mujer en Francia, Laurence Rossignol. "Hay que endurecer las leyes pues el burkini es una publicidad ambulante para el islam radical", agregó Nadine Morano, diputada francesa.
Como dijo Voltaire, coterráneo de este par de lumbreras: "la idiotez es una enfermedad extraordinaria, no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás.”
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