Cristóbal Trujillo Ramírez


Soy un convencido de que la calidad de una escuela no se mide por los resultados en las pruebas de conocimiento, ni mucho menos por los niveles de ingreso a la educación superior. He sostenido que la bondad de la educación que ha recibido un estudiante se refleja en su condición de egresado, se materializa en lo que haga con su vida, se mide realmente en sus condiciones personales como ciudadano, profesional, padre y amigo; en fin, en el tipo de ser humano que es. Definitivamente, las dimensiones que pueden alcanzar los aprendizajes que se vivencian en la escuela son insondables. Para la muestra, quisiera compartir la historia de un amigo de la más temprana infancia, quien hace poco me contó las implicaciones insospechadas de sus clases de niño.
Cierto día el profesor de ciencias sociales compartía con sus estudiantes el tema de la Revolución Francesa. Con el propósito de contextualizar espacial y temporalmente la temática, les hizo una descripción detallada de París y sus atractivos: la torre Eiffel tuvo su momento especial e incluso les alcanzó a dar un paseo por los Campos Elíseos. Posteriormente, el profesor se introdujo en el tema y con la pasión de quien ama lo que hace desarrolló de manera impecable su agenda académica. Mi amigo, un pequeño niño de condiciones económicas bastante precarias y críticas, observaba con expectación la magistral exposición del profe y dejaba volar su imaginación. No se interesó mucho por los elementos históricos de la Revolución Francesa, sino por ese entorno geográfico parisino que se convirtió desde aquella clase en uno de sus sueños. Por sus condiciones, su deseo de conocer París bien pudo ser calificado de atrevido y carente de realidad, sobre todo si se tiene en cuenta que, por su situación, iba a la escuela sin zapatos, y con esto, amigo lector, podemos imaginar su equipaje material y físico.
El tiempo pasó, terminó sus estudios y se hizo profesional. Formó una bella familia y, para su sorpresa, cuando su hija alcanzaba sus escasos siete años de edad, le manifestó sus sueños de visitar París y todos sus encantos. Él la abrazó y le dijo: “Hija, nos tomaremos una foto en la torre Eiffel”. Embriagado de alegría, mi amigo me contó que en las vacaciones de mitad de año tuvo la feliz oportunidad de cumplirle una cita a la vida y tomarse la foto con su hija al pie de la torre Eiffel. “El 20 de junio de 2016 -me decía, en un éxtasis que casi pareciera alucinación- retumbaron en París los ecos de una clase de hace más de cuarenta años: el patio de la escuela, sus aulas y pasillos se confundieron con las aguas ancestrales del río Sena, la señorial y primitiva Catedral de Notre Dame y los encantos turísticos de Barrio Latino”.
La escuela, su director e incluso el propio profesor de sociales jamás alcanzaron a intuir que aquella clase apasionante tendría tales alcances. Probablemente el profe nunca conoció Francia. Así son las cosas de la escuela. Así somos los maestros. Así son las lecciones de vida: cultivos que no se sabe dónde ni cuándo van a germinar, cosechas que brotan de la tierra cuando pocos o nadie las espera. Victorias tardías que celebran casi siempre otros, sencillamente porque aquellos que las plantaron ya gozan de su justo pago.
¡Qué grato es para los maestros, cuán significativo es para la escuela evidenciar que sus lecciones y tareas trascienden los escenarios de la inmediatez! ¡Qué saludable para la vida misma ver que, con el correr de los años y cuando la vida demanda mayores competencias, florecen los frutos de semillas plantadas en los escenarios de la escuela en décadas pretéritas! ¡Cuán maravilloso para el ser humano acariciar hoy con júbilo los aprendizajes que dan sentido a su vida y que hasta ayer fueron solo estériles lecciones aprendidas! Aprender para obtener unas buenas notas es importante, alcanzar excelsos desempeños en evaluaciones externas vale la pena, pero aprender para darle sentido a la vida es una tarea inaplazable que marca el rumbo de una persona, de una familia y de una nación.
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