Cristóbal Trujillo Ramírez


Todos los aspectos de la educación merecen un interés especial y se caracterizan por la delicadeza en sus diseños, debido al gran impacto que causan en el ser humano y en el desarrollo de una nación. También los componentes pedagógicos, las metodologías, los modelos, las estrategias, las didácticas e incluso las técnicas son de un entramado muy fino y delicado en su elaboración; no obstante, pienso que entre todos estos elementos surge uno con especial sutileza y de inmenso riesgo en su aplicación: la evaluación, para mí el proceso más complejo en la tarea pedagógica y en la labor docente.
Todo el ambiente escolar pareciera estar en calma hasta cuando llega la evaluación. La tensión, la desconfianza, la insensatez, la deshonestidad y la injusticia, entre muchos otros factores, juegan un papel importante, mientras los aprendizajes pasan a un segundo plano, porque el ideal es ganar, solo ganar, y esto desdibuja la naturaleza propia del proceso evaluativo. Y no quisiera mencionar los yerros que cometemos los maestros en su ejecución. Soy consciente de la complejidad que implica y estoy seguro de que las principales arbitrariedades, injusticias y atropellos los hemos realizado desgraciadamente cuando evaluamos.
James, un estudiante de grado noveno, es ciclista de alto rendimiento y representa a Caldas en diferentes competencias nacionales. Entrena diariamente de siete a once de la mañana, hora en la que llega a su casa para almorzar, disponerse y cumplir con los compromisos escolares. Estudia en la jornada de la tarde precisamente para dedicar la mañana a su práctica deportiva. Como es normal, debe cursar educación física en su colegio y dar cuenta de su trabajo físico y deportivo, pero por prescripción de los deportólogos de la liga no puede practicar microfútbol ni baloncesto, ya que son deportes incompatibles con el ciclismo que podrían poner en riesgo su integridad física.
En cierta ocasión, la madre de James se presentó ante el profe de educación física y le manifestó la novedad. Las palabras del docente fueron: “Mi señora, James tiene que cumplir con todas las actividades del área como lo hacen todos”. Ella le mostró la orden médica, pero el profe súbitamente la interrumpió: “¡Qué pena, mi señora, ni por orden del señor presidente puedo sustraerlo de las exigencias de la asignatura que oriento!”. James continuó con sus prácticas de ciclismo y en el colegio respondía los requerimientos del profesor, hasta que sucedió lo pronosticado: James sufrió una lesión. La madre y su hijo acudieron ante las directivas de la institución a poner en conocimiento la situación, que fue atendida por el rector, quien le manifestó al profe que podría desacatar la orden del señor presidente, pero la de la rectoría tendría que considerarla de inmediato. Se diseñaron los planes correctivos, pero James tenía la nota reprobada.
Lo anterior evidencia un absurdo. Que un chico que dedica cuatro horas diarias a la práctica deportiva, cuida sanamente su cuerpo y fortalece el funcionamiento fisiológico de su organismo no supere la evaluación de los requerimientos de la educación física en su colegio, es a todas luces un despropósito, es realmente escandaloso, es un contrasentido que refleja cuán alejada está la evaluación escolar de la vida. Las preguntas de la vida deben responderse en la escuela y ésta debe advertirnos sobre las preguntas que nos harán en el examen vital. Entre estas dos dimensiones tiene que existir una alineación total.
Un docente que se dedica a discriminar estudiantes como escogiendo el grano bueno del malo, que hace cumplir un plan de trabajo solo por demostrar su eficacia, que no tiene en cuenta las particularidades de sus estudiantes, que separa la academia de la vida, pierde su razón de ser como maestro, desdibuja su propósito de formar, de convertir al animal en hombre, como bellamente lo sugiere el pedagogo Juan Luis Vives. A propósito, recuerdo a una maestra que con la sabiduría que da la experiencia decía lo que debe hacer un buen maestro frente a la evaluación: “¿Sabe qué hará? Seguirá atendiendo a sus alumnos como seres humanos que son y los valorará más a ellos que a las mismas notas que pueda ponerles; se seguirá acercando a ellos con dulce firmeza, con exigencia y afectividad y los formará en los valores y virtudes, pero les sabrá perdonar los errores, porque del error se aprende, y porque no se educa en la privación sino en la ocasión; seguirá preparando bien sus clases y continuará buscando estrategias para cualificar su enseñanza; se seguirá preocupando porque los buenos no bajen el ritmo, pero también por aquellos que deben nivelar y recuperar, porque no aprendieron en el momento en que se esperaba, o porque han ido olvidando lo aprendido; seguirá planeando actividades para generar expectativas, intereses y motivará a sus educandos; seguirá buscando volver talentosos a sus alumnos y con creatividad buscará nuevas formas de llegar a ellos”.
Conocer los decretos sobre evaluación es una condición necesaria para un docente, pero no suficiente, porque la mente, las manos y el corazón de un maestro de vocación, profesión y ocupación ya tienen clara su misión de formar la humanidad. Por lo tanto, la evaluación debe fortalecer este noble propósito y su esencia está determinada por la entraña del maestro más que por frías políticas de Estado.
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