Cristóbal Trujillo Ramírez


En esta columna he predicado varias veces que el gran examen de la escuela se presenta en las aulas de la vida. En efecto, la educación recobra todo su sentido en las insondables dimensiones del mundo, y por ello reafirmo hoy mi convicción de que el mayor y mejor aprendizaje de la escuela es, sin duda alguna, aprender a vivir. Si la escuela forma para la vida, los aprendizajes significativos deben estar focalizados precisamente en las demandas de la existencia humana.
Pero, ¿qué significa aprender a vivir? Desarrollar competencias para asumir con éxito los retos de la vida, aprovechar éticamente las oportunidades, trascender en la existencia, tomar decisiones autónomas y de calidad, contribuir solidariamente con la especie humana, liderar procesos de transformación, ser feliz. En particular, creo que si un ser humano logra desarrollar estas competencias, podría afirmar que aprendió a vivir, mientras que no lograrlo haría traumática y frustrante su vida.
En esta oportunidad quiero dirigir la reflexión hacia lo que acontece cotidianamente en las aulas de la escuela y lo que sucede en las aulas de la vida, advirtiendo que el día a día de la escuela está parcelado por políticas educativas que en muchas ocasiones determinan el rumbo escolar y que en otras mínimamente lo influencian. En la escuela se aprenden -y quedaría mejor si digo que se enseñan- lecciones de matemáticas, lengua castellana, ciencias sociales, inglés, biología, entre otras; en cambio, la vida a diario nos pone a prueba con “asignaturas” difíciles como, por ejemplo, el problema económico de la supervivencia, la necesidad de la comunicación asertiva, la participación política responsable, las decisiones en materia de sostenibilidad ambiental, el dominio de una segunda lengua para la inserción laboral y el lío de la crisis de la salud, especialmente en Colombia, frente a las eminentes y agresivas amenazas de todo tipo de enfermedades.
Espero haber dibujado en contraste las prioridades de la una y la otra: de la escuela, la lección; de la vida, la prueba. En esto radica la diferencia sustancial entre ellas, según el pedagogo Abraham Magendzo, quien plantea que “la diferencia entre la escuela y la vida es que la escuela primero nos enseña la lección y después nos pone la prueba, la vida en cambio nos pone la prueba y luego aprendemos la lección”.
Claro está que el dominio conceptual de los contenidos de las diferentes áreas o disciplinas del saber es necesario para ser competentes ante las situaciones de la vida, mas no es un fin, sino un medio. El cálculo diferencial, verbigracia, no es importante porque habilite al estudiante para obtener una derivada de una función, eso se tornaría en un ejercicio estéril; por el contrario, si resuelve un asunto de producción que le permita obtener resultados de maximización de beneficios y minimización de costos, entonces el cálculo diferencial se convierte en un aprendizaje significativo que aprehende el estudiante para resolver exitosamente un acertijo económico.
Adicionalmente, el currículo de la vida no es fragmentado, no está parcelado, de suerte que cuando el hombre se enfrenta a resolver una encrucijada cualquiera de la vida, allí se demanda la concurrencia de muchas disciplinas y saberes que, amalgamados, construyen una solución exitosa, mientras que la escuela, por su parte, tiene un currículo parcelado por asignaturas que regularmente no conversan entre sí y mucho menos se complementan, y esto genera la falsa impresión de que no se necesitan, lo cual está lejos de ser cierto, porque conocer bien muchas disciplinas posibilita una mejor comprensión del mundo y sus problemas. Por esta razón, quizá, en algunos escenarios pedagógicos contemporáneos se afirma que la escuela debe parecerse a la vida. Yo diría más bien que la escuela no sólo debe parecerse a la vida, sino que debe ser la vida misma.
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