Cristóbal Trujillo Ramírez


La educación en la vida del ser humano es trascendente y admirable, porque le aporta las condiciones necesarias y suficientes para competir en igualdad de condiciones en la maratón de la vida, aunque las características propias e innatas de algunas personas no hayan sido las más afortunadas. En alguna ocasión le escuché decir al señor alcalde de esta ciudad que “la educación es el único factor real de equidad entre dos seres humanos”, y agregaba lo siguiente: “Supongamos que dos personas se ganan el Baloto, la diferencia sustancial entre ellos es la educación, porque de ella dependerá lo que cada uno haga con su capital”. Son muchas las historias que validan lo que afirmo.
En realidad la escuela ha sido testigo de maravillosas historias que han materializado hermosos sueños en medio de fangosas realidades que solo pronosticaban lúgubres amaneceres. Precisamente por eso es bella la tarea de educar, porque germina en lugares y tiempos inesperados e impredecibles, y porque se sobrepone a la adversidad y florece en medio de un jardín de amapolas o del propio fango, como la flor de loto.
Pero así como es bella, también es compleja. Por su naturaleza misma educar es una labor difícil. “Los educadores forman a sus educandos como los océanos a los continentes, retirándose”, decía profunda y hermosamente el gran poeta alemán Friedrich Hölderlin. La instrucción exige y demanda la presencia permanente del entrenador, porque él es quien diseña la carta de reglas, normas y comandos que el aprendiz debe ejecutar para garantizar un adiestramiento, y este comportamiento es recurrente en casi todas las profesiones, pero solo en la educación el maestro, retirándose, posibilita el aprendizaje real de sus estudiantes.
En cualquier profesión u oficio el éxito de los resultados está en una adecuada manipulación de los materiales requeridos, aleaciones, mezclas, temperaturas, diseños, fundiciones, refrigeraciones, horneados, compactaciones, en fin, cualquier cantidad de procedimientos artificiales que buscan potenciar los atributos de la materia prima para garantizar un excelente producto. Por su parte, en los procesos pedagógicos se trabaja con una substancia de altísima delicadeza e importancia: emociones, sensibilidades, concepciones, actitudes, valores, ideas y todos aquellos sentimientos que fluyen en la cotidianidad del ser humano y que no son manipulables, porque no obedecen a leyes predeterminadas. Una reprimenda a un alumno, por ejemplo, tiene como respuesta, en un caso, la reacción positiva, y en otro, la rabia y el desaliento. No hay leyes. El acto de educar será más limpio si es emancipador, libertario y profundamente respetuoso de la condición humana.
Pero como si todo lo anterior fuera poco, educar hoy es más complejo porque los intereses y expectativas de los estudiantes, de los profesores y de la escuela nos se corresponden con los propósitos del gobierno. Estamos obsesionados con los escalafones, y no es de extrañar, porque vivimos inmersos en una cultura neoliberal que se cimienta en el individualismo, la competitividad y la eficacia. Por esta razón hoy en el país y en el marco de la política educativa priman los resultados en las pruebas PISA y las certificaciones de calidad sobre cualquier otro propósito que emerge de la atención multidimensional del niño y sus afectaciones, y no es que sean objetivos que se yuxtaponen, lo que resulta seriamente inconveniente e indeseable es que la atención prioritaria a los resultados no nos dejan afianzar los procesos medulares de la escuela. Es más, los resultados tendrían que ser una consecuencia lógica de un óptimo proceso formativo y educativo, y no la respuesta a un entrenamiento.
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