Pbro. Rubén Darío García


Proverbios 8,22-31; Salmo 8; Romanos 5,1-5; Juan 16,12-15
¿Te has preguntado por el misterio de la Santísima Trinidad? En primer lugar, la palabra misterio es de origen griego y fue usada para designar la revelación de los secretos de Dios, los cuales corresponden al designio de salvación que realiza Dios en la historia humana. Es importante saber esto porque “misterio” sería entonces: La acción o la intervención de Dios en la historia de los seres humanos.
Jesucristo, hablando particularmente a sus discípulos, les hace comprender que a ellos se les ha dado a conocer el “misterio del Reino de Dios”, y a los demás, este misterio se les da en parábolas (cfr. Mc 4,11).
Cristo, por lo tanto, nos revela el misterio de la Trinidad Divina. El Dios de nuestro Señor Jesucristo es su Padre; y Jesús, cuando se dirige a Él, lo hace con la familiaridad y el arranque del Hijo: Abba. Pero es también su Dios, porque el Padre, que posee la divinidad sin recibirla de ningún otro, la da entera a su Hijo, al que engendra desde toda la eternidad y al Espíritu Santo, en el que los dos se unen.
El Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo. No son tres dioses, sino tres personas, un solo Dios. Donde está el Padre está también el Hijo y su Amor: el Espíritu; al mismo tiempo donde está el Hijo, está el Padre y su Amor: el Espíritu. Donde está el Amor, está el Padre y también el Hijo.
Lo maravilloso de esta revelación viene a nosotros entregada por el texto Romanos 5,5: “El Amor de Dios ha sido derramado dentro de nosotros con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. El Espíritu Santo nos ha sido dado en el sacramento del Bautismo, el cual nos hizo capaces de llegar a la plenitud del Amor por la fe, la cual nos comunica la vida eterna, es decir, la máxima felicidad. Por el Bautismo, ha sido infundido dentro de nosotros el modo como ama Dios, de tal manera que nosotros podemos amar así como ama Dios.
El amor de Dios es amor al enemigo, por tanto cuando amamos a quien nos desacomoda, a quien nos hacen algún daño estamos amando como Dios ama. Cuando no juzgamos ni condenamos y cuando estamos dispuestos a dar la vida por el otro, amamos como Dios ama.
Cuando comulgamos en la Eucaristía en nosotros queda habitando la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu. Somos capaces de mostrar con nuestras actitudes que este amor de donación total sí es posible y es por esto por lo que el otro, el prójimo, se convierte endon para mi vida.
Es por esto por lo que San Agustín al considerar este amor dentro de nosotros nos ha enseñado: “Ama y haz lo que quieras”.
Delegado Arquidiocesano para la Pastoral
Vocacional y Movimientos Apostólicos
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