Pbro. Rubén Darío García


Un publicano, es decir, un pecador por definición, de nombre Bar Maján, muy rico, murió y recibió honrosa sepultura. En la ciudad, los negocios cerraron y las empresas cesaron de trabajar, todos los ciudadanos manifestaron públicamente su condolencia. Murió también un escriba piadoso, pero pobre, y la vida de la ciudad no se detuvo, nadie le dedicó la más mínima atención.
En el mundo judío, esta historia suscitó un gran problema, que se debatió acaloradamente en las escuelas de los rabinos: ¿Dónde está la justicia de Dios, que no vela por los suyos y permite que los impíos sean honrados por todos? ¿Por qué la muerte del publicano-impío produjo reacción y la del escriba, un hombre que reza, que conoce la ley, que es “devoto”, no produjo ninguna manifestación de sus conciudadanos? La solución a este interrogante fue la siguiente: el publicano no había hecho más que una obra buena en su vida. Y esta obra buena no pudo ser anulada por otra obra mala posterior, porque la muerte le sorprendió en aquel momento. Tenía pues que ser compensado por Dios. ¿Cuál fue esta obra buena?
Cuando Jesús anuncia está parábola del Evangelio de hoy, su auditorio conformado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, quienes conocen la historia antes mencionada, escuchaban complacidos la parábola. Indudablemente, ellos, para no ‘contaminarse’ se habían negado a asistir al banquete preparado por un ‘pecador’. Así el publicano, había quedado en ridículo y ellos, ‘santos’ por principio, ‘buenos por excelencia’ habían salvado la pureza ritual.
Jesús, para mostrar la ‘infinita bondad y misericordia de Dios’, se compara con aquel publicano: “El Reino de los cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Preparó el gran banquete, pero los invitados no quisieron ir. Cada uno envuelto en su ‘yo’, prefirió hacer su propio proyecto: ‘uno se marchó a sus tierras y otro a sus negocios’. La soberbia de cada uno, su autosuficiencia y prepotencia, el creerse más buenos que los demás, impidieron valorar el banquete y se perdieron de su suculento manjar: “no se merecían el banquete”…”Os digo que ninguno de aquellos que habían sido invitados gustará mi cena” (Lc 14,24). Entonces invitó a quienes no pusieran su confianza en sí mismos, en su dinero y en sus seguridades, a quienes se despojaran de su ‘yo’ para morir por los demás, a quienes fueran capaces de ver a los otros y no despreciarlos, a quienes se reconocieran frágiles y necesitados de ayuda, a quienes estuvieran dispuestos a amar y servir en todo, a pedir y a ofrecer el perdón, a quienes desearan llegar a tener el corazón limpio, esto es, ‘ni siquiera pensar mal de los otros’, es decir, a los pobres: “Dichosos los pobres porque de ellos es el reino de los cielos’.
El Padre es el rey de la parábola, el hijo es el banquete mismo: la Eucaristía, los invitados somos tú y yo. El traje, es la gracia santificante, es decir, la vida de Dios en mí, el mismo Jesucristo resucitado, la vestidura blanca, la fe y la Vida Eterna dada en mi bautismo. Si no llevo puesto este traje, el de la fiesta, me pierdo de participar de la vida plena feliz que me ofrece el banquete, el Reino.
Tu eres libre de aceptar la invitación al banquete. ¿Dejarás la comida preparada y te irás a tus asuntos personales? o, ¿aceptas despojarte de tu soberbia, sentirte un necesitado, un pecador, ponerte el vestido de fiesta y gozarte del banquete, es decir, de la vida en plenitud?
Miembro del Equipo de Formadores en el Seminario Mayor de Manizales
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