Pbro. Rubén Darío García


Llegaba la tarde. Simón lavaba su red. Sus trabajadores se habían marchado esperando la madrugada para seguir en su faena cotidiana: pescar. En otro lugar, al centro de la ciudad, nacido en Tarso, Saulo estudia la Torah, es maestro de la ley, fariseo como el que más. Dos mundos diferentes, dos historias muy distintas y un único destino: ambos se encontraron con Jesús de Nazaret, el uno vivió con Él, el otro lo conoció después de su muerte y resurrección.
Como tú y yo es Simón y de igual modo Saulo. Simón llegará a ser Pedro y Saulo llegará a ser Pablo. Dos vidas, dos nombres, dos responsabilidades: el uno va al timón, el otro llega al “ambón”; el uno tiene las llaves y el otro porta la espada. Diferente temperamento, distinta mentalidad, un único Espíritu, un único fin: dar la gloria a Dios, servir “al Señor”.
Ambos no lo conocían y su encuentro con Él cambió todas sus vidas. No tenían la fe y los dos llegaron a «ver». Algo los unió definitivamente, aprendieron a amar como el maestro, ya no sólo como eros (amor de atracción), ni como stergo (amor de familia), ni como filo (amor de amistad), esta clase de amor es el mayor de todos: el «ágape».
No se trata del amor de concupiscencia, sino del amor de benevolencia. Aquél, es el que se tiene a alguna cosa para provecho propio; en este amor sólo me estoy amando a mí mismo. En éste, “bene-volere”, se trata de querer el bien, es decir, querer el bien del otro. Este tipo de amor es propio de la persona que al amar al otro no se busca a sí misma, sino el bien de aquella, su felicidad.
Quien llega a encontrarse con el maestro Jesús, llega a amar como Él, a pensar como Él, a elegir como elige Él y a vivir como vive Él. Es más, llega a dar la vida como la dio Él. A este punto llega la felicidad máxima: salir totalmente de sí mismo para no sólo dar, sino dar-se. Se trata de perder la vida por Él, antes que querer ganar la vida sin Él. “El que quiera ganar la vida la perderá, pero el que pierda su vida por Él, la encontrará”.
¿Incomprensible? No. Si tú buscas sólo acumular, pierdes la alegría del dar. Si pretendes sólo adquirir poder, te llegará tarde o temprano la pregunta del ¿para qué? Te darás cuenta que esto es equivalente a “no ver”. Si sueñas con ser feliz, sin amar, descubrirás que “no amar” es ser infeliz; porque, “dando es como recibo, perdonando es como tú me perdonas y muriendo en ti nazco para la Vida eterna es felicidad máxima y ésta, no puede llegar sin amar.
Pedro y Pablo, llegaron al ágape. El uno crucificado y el otro decapitado. Aquí ya no hay más límites, porque se entregaron hasta el límite. Descubrieron que para Dios es lo mejor: no las sobras sino el becerro entero y el más bello. No la pizca de pan sino el pan entero, no el fragmento sino el todo. Descubrieron que Dios ama al que da con alegría y que ésta, es la clave de la vida: no hay mayor amor que dar la vida (Jn 15,13). Amar así es cumplir la ley entera, es comprender que el fracaso no existe, ni la derrota ni la frustración. Porque cuando creemos que perdemos, en realidad, vencemos. La luz de las estrellas se ve sólo en la noche, la esperanza vale cuando se aprende a aceptar la tormenta. Feliz, es el que ama hasta que duela, porque “la medida de amar a Dios es amar sin medida”.
* Miembro del Equipo de Formadores en el Seminario Mayor de Manizales.
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