Guillermo O. Sierra


He escuchado por estos días algunos comentarios (nada nuevos, por cierto) que, al parecer, están cogiendo fuerza entre muchos ciudadanos, sobre todo en aquellos que, en este país, tienen poder de decisión. Por eso, no puedo dejar de referirme a lo que ha venido diciendo (no es la primera vez que lo expresa), el periodista Andrés Oppenheimer respecto de las ciencias sociales, en el sentido en que los países de América Latina no necesitan poetas, sociólogos, filósofos..., sino científicos y técnicos.
Se trata de una crítica abierta a lo que él mismo denomina una “idealización de las humanidades”; y lo que, asegura, también hay que idealizar es a la ciencia y la técnica, es decir, es preferible formar ingenieros mecatrónicos, o científicos especializados en nanotecnología, porque a partir de éstas áreas del conocimiento es de donde sale la innovación y las posibilidades de resolver los problemas que enfrenta la sociedad.
Conocida así, en frío, la opinión, calificada, por cierto, de Oppenheimer, es prima facie, cierta. No se puede negar que es urgente que los gobiernos pongan, de forma prioritaria, en su agenda la educación y la innovación; que es menester que piensen en diversificar la economía y agregarles valor a los productos que podemos exportar, caso de la soya o el café. Hasta ahí, creo, nada que objetar.
El problema, me parece, es la estigmatización que este tipo de opiniones genera sobre las ciencias sociales. Cualquier padre de familia desprevenido podría tomarse esto muy en serio e influir en sus hijos para que escojan profesiones u oficios que “den” plata, no vaya a ser que por estudiar literatura, artes escénicas, filosofía, sociología continúen en ese mundo “contemplativo”, mientras el país y ellos, claro, se “mueran de hambre”, hundidos en una pobreza miserable. En consecuencia, no sería raro que algunos padres de familia les digan a sus hijos que es mejor estudiar no en una universidad, sino en una entidad en la que aprendan un oficio técnico o tecnológico, al fin y al cabo, podrían llegar a ganar lo mismo que un profesional. Delicado el asunto. En el fondo, la pregunta que subyace aquí es ¿para qué sirve hoy en día una universidad?
Como profesor, aventuro las siguientes formas de entender lo que significa una universidad: por un lado es un gran escenario en donde, aprovechando la aguja, el hilo y el dedal, se teje un gran manto de sabiduría que facilita el uso del pensamiento que se proyecta a través de la palabra, y con ella se construyen relaciones del pasado con el presente y se avizora el porvenir. Nada de lo que pasa en el mundo le es ajeno. A la universidad llegan largas hebras de tradición cultural que permiten trazar las rutas más variadas que indican por dónde construir un desarrollo sostenible, que no depende exclusivamente de la economía ni de las estadísticas.
La otra perspectiva es que veo a la universidad como un enorme espejo en el que se reflejan las necesidades y posibilidades de la sociedad a la que pertenece. Es algo así como un caleidoscopio por el que se pueden ver imágenes múltiples de todos los colores y raigambres de las figuras que habitan un territorio y que permite imaginar un mundo ancho, variable y de múltiples formas.
¿Para qué sirve una universidad? Para eso, para preguntar y buscar múltiples respuestas, constantes respuestas. La universidad es un mundo de imaginación y de creación, con lo que se puede consolidar y fortalecer una democracia, lo que trae consigo libertad, pensamiento crítico, reconocimiento de la pluralidad, la equidad, la solidaridad, la inclusión y la justicia, entre otros valores agregados y significativos para la sociedad misma. Y esto no se consigue solo clasificando patentes o manipulando pipetas en los laboratorios. Soy un convencido de que lo que realmente necesita este país son cuenteros, pintores, poetas, actores, todos aquellos amantes de la palabra, porque solo a través de ésta y de los abrazos, los sueños, las caricias, las miradas y la danza sabremos quiénes somos.
Me da escalofrío pensar, como lo dice el profesor Antanas Mockus, que en las universidades perdamos el horizonte para formar ciudadanos críticos y que terminen convertidos en “analfabetas culturales”, “bárbaros ilustrados”, diría Ortega y Gasset.
Con las ciencias sociales y las humanidades, en general, seremos capaces, como bien lo anota Martha Nussbaum, de cultivar nuestra humanidad. Y esto no son capaces de hacerlo solos, los nanotecnólogos.
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