Guillermo O. Sierra


Quiero seguir pensando que la misión de una universidad es la de formar ciudadanos y que ésta es una práctica relevante de la educación. Por supuesto, cuando quienes integran un grupo comienzan su etapa de socialización, ésta hay que mirarla como un infinito aprendizaje de las posibilidades y limitaciones que se dan en el marco de una actuación determinada. Este hecho conlleva una progresiva complejización de lo que significa el ser ciudadano y de la ciudadanía misma, lo cual trae como consecuencia que muchas personas terminen alejándose de procesos políticos y de participación. Se comprende, entonces, que no es fácil convertirse en ciudadano.
Y para complejizar el asunto, junto con esta práctica ciudadana, hay que considerar que la multiculturalidad también se extiende. Y esto no se da exclusivamente por los efectos migratorios, sino por las cada vez mayores posibilidades de intercambio, producto del viejo fenómeno de la globalización y del progreso desmedido de las tecnologías de la información y de la comunicación. Si se mira con algo de cuidado el mapa global, se ve que los países están cruzados por una multiplicidad de identidades con nuevas y distintas formas de estar y habitar este planeta; lo cual significa, que es fundamental volver a pensar el significado tanto de la democracia, como de la ciudadanía.
Me atrevería a pensar que este panorama que acabo de describir (y que con seguridad, lo han dicho muchas voces más expertas que yo; no estoy diciendo nada nuevo, realmente) debe ser visto en clave de educación; y estoy pensando en la formal y en la que no lo es. Mucho tenemos que aprenderles los académicos a quienes no están dedicados a este noble oficio. Estoy convencido de que en nuestros microcurrículos los temas de la ciudadanía, política y democracia deben estimular los sentidos de la solidaridad, la inclusión y la justicia (conceptos que no pertenecen al plano de la relatividad), prácticas que no son exclusivas de la educación formal, sistematizada. Formar para la ciudadanía (y no sólo para la profesionalización) conlleva pensar en los derechos y deberes que se tienen como seres sociales, así como en la relevancia de la democracia y de los derechos humanos.
Con todo, también quiero insistir en que esta relación entre la educación formal con la no formal es importante pensarla desde la perspectiva del trabajo que hacen millares de voluntarios de nuestras universidades (y de muchas otras organizaciones), y de muchos de quienes llegan a nuestra ciudad provenientes de otras instituciones de educación superior. Este tipo de participación ciudadana pone el acento en la civilidad, y registra las crisis por las que atraviesan las formas tradicionales de ejercer la política. Creo que el trabajo voluntario consolida y fortalece la autonomía individual y colectiva, sin dejar de mencionar que así se robustece la sociedad civil.
Por lo anterior, conviene saludar el esfuerzo que se hace desde el programa Delfín-México (del cual, oficialmente, la Universidad de Manizales ya es parte integrante) para ampliar y fortalecer su programa interinstitucional para el fortalecimiento de la investigación y el posgrado del Pacífico, buscando alianzas con Vive-México y con el proyecto Erasmus de la Comunidad Económica Europea, específicamente con el proyecto denominado Protón, y que se adelanta por estos días en la ciudad de Morelia, estado de Michoacán (México). Esta alianza pretende fortalecer la cooperación interinstitucional entre organismos que promueven la cooperación internacional para el desarrollo y educación de los jóvenes.
Me parece fundamental, que desde la academia pensemos en la educación no formal y tendamos puentes (no muros) para que los jóvenes (y, por supuesto, no sólo para quienes tienen el privilegio de pasar por las aulas universitarias) puedan encontrar espacios, culturas, geografías y formas distintas de comprender este mundo. Quizás ésta sea una forma de amortiguar las violencias que sufrimos en esta América Latina, tan nuestra, tan de todos.
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