Guillermo O. Sierra


Antes que rector de una universidad, soy profesor; y antes que profesor, soy hijo, hermano, padre y esposo, y amigo. Y reconocer esto, me ha llevado a pensar con el tiempo que quizás el mejor camino para estar con los otros es la conversación. Me gusta conversar, es decir, me parece humanamente importante interesarme en lo que les sucede a los demás. Cuando converso miro directamente a los ojos y me dispongo a escuchar con toda la atención posible qué es lo que me están diciendo, y pienso en ello. Casi siempre tengo alguna reacción con la que expreso que de verdad me interesa lo que me dicen. Quizás se me salga el psicólogo que llevo por dentro, lo cual no me agrada mucho porque no busco ser terapista en mi vida cotidiana. Y mi vida es eso, cotidiana, pero interesante y amplia en oportunidades para conocer a los que están ahí y con quienes me cruzo en esta divertida fiesta que es la vida.
En este camino me voy haciendo más humano, y pienso en la sociedad a la que pertenezco. Reconozco que somos muy distintos; cada uno de nosotros tiene una manera diferente de ver la vida, de estar en ella, de habitarla. Esto es lo que la hace tan maravillosa, tan estupenda, tan divertida. Pero también veo que, al mismo tiempo, esta diversidad en lugar de unirnos, nos separa; a muchos les gustaría que todos pensáramos de la misma manera, que entendiéramos lo mismo; que camináramos por la misma senda sin salirnos del rebaño. Y ahí es cuando, me parece, se complica el asunto. Por eso pregunto, lo que seguramente algunos ya se han preguntado: ¿cómo podemos construir de manera razonable una sociedad que sea sostenible?
No sé si los conflictos, que se infieren a partir de este tipo de pretensiones de no reconocer la diversidad, son homogéneos o no; puede que sí, porque en el fondo lo que se da son polarizaciones, tensiones que, de no saberlas manejar, terminan minando la sociedad. Pero también son per se heterogéneos. No creo que sea lo mismo buscarles soluciones a los conflictos que se presentan, por ejemplo, contra las mujeres, que los que se dan contra las comunidades LGTBI, o contra los afro descendientes. Cada uno debe tener un tratamiento distinto. Es lo que los expertos en Derechos Humanos denominan como enfoques diferenciales.
Quiero pensar que vivimos en una democracia, con los problemas propios que de por sí tiene. Y quiero pensar que cuando en esta democracia tenemos conflictos -que en muchas ocasiones parecen callejones sin salida- somos capaces de sentarnos a conversar con los otros e interesarnos en sus angustias y temores, en sus desesperanzas y fracasos. Me parece muy conveniente que caigamos en la cuenta de que estos sentimientos de los otros pueden ser los míos, de pronto de otra manera, pero en el fondo, son los mismos miedos y frustraciones que yo tengo. Entonces, por qué no mirarlos a los ojos y ver en ellos un espejo en el que me estoy reflejando, así sepa que no soy ése que está frente a mí. Creo que hay en esta manera de hacer las cosas un acto muy humano. Conversar es esto: un camino que me permite contribuir en construir una sociedad sostenible. Y este camino está más allá que pensar en tierras, en posesiones materiales, en una palabra, tener; este camino es meramente espiritual, es decir, es meramente humano.
Conversar es una cualidad que como ciudadanos debemos recuperar. Y nuestra obligación es estimularla desde la casa, la escuela, el colegio, la universidad, el trabajo… Todos los conflictos del mundo, sean por motivos étnicos, económicos, políticos, de género… todos, deben partir, para sus soluciones inteligentes, de que cada uno de nosotros adquiramos conciencia de nosotros mismos y de los otros. Creo que la conversación nos puede ayudar a construir de manera razonable una sociedad sostenible.
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