Jorge Enrique Pava


Después de los resultados del plebiscito, teníamos la esperanza de que el replanteamiento de lo pactado en La Habana iría a traer un espíritu de concordia en Colombia. La alocución del presidente en la que se comprometió a continuar con el cese al fuego y a seguir ejerciendo sus funciones constitucionales; el mensaje de las Farc donde anunciaron persistir en las negociaciones en términos pacíficos; y la intervención de los diferentes líderes del No, extendiendo su mano para participar en los nuevos acuerdos y entregar al país sus objeciones, hacían prever un entendimiento sano que conduciría a la conciliación de criterios y al entendimiento pacífico entre las tres partes.
Pero la realidad fue otra. En la práctica nos encontramos con que las nuevas conversaciones no son entre tres (Sí, No y Farc), sino entre dos partes: los líderes del No, y las Farc-Gobierno. Es decir, los hechos nos están demostrando que en La Habana no solo se pactaron unos acuerdos, sino que se formalizó una alianza sólida entre las Farc y el Gobierno que hoy parece traducirse en que éste último se toma la vocería de ellas y actúa en su nombre y representación, frente a los líderes del No, que actúan como voceros de la decisión mayoritaria de la democracia. Y aunque el pueblo derrotó los acuerdos, el Gobierno es inamovible de su alianza y veta de primera mano todo lo que pueda afectar a las Farc, así le convenga al país.
De ahí que hoy reine el silencio en el Gobierno y se admita que el proceso de devolución a la sociedad de un gran número de niños que aún están en las tropas farianas, se haya quedado estancado. Y en parte es entendible en las Farc (aunque no justificable), pues son armas extorsivas de inmenso poder. Pero no es admisible, justificable ni legal que el Gobierno siga dialogando sin exigir la devolución de los secuestrados (como sí lo hace con el Eln), y que acepte tácitamente la retención de menores como si no tuviera la obligación constitucional de velar por la libertad de los colombianos. Una cosa es ser benevolente, tolerante y estar dispuesto a ceder ante las exigencias de las partes, y otra muy distinta es abstenerse de cumplir los mandatos constitucionales para no molestar a sus aliados, aún en detrimento de los niños, especialmente protegidos por el Derecho Internacional.
Y aunque hay que reconocer de las Farc mucha voluntad en este proceso, la beligerancia, el irrespeto y las actitudes guerreristas, provocadoras, retadoras y agresivas de algunos de los voceros del Sí, están generando otros escenarios de tensión que no permiten negociar con calma la paz de Colombia. Los senadores Benedetti, Barreras, Cepeda y López parecen ser enviados a reptar portando las teas de la discordia y dispuestos a encender hogueras para incendiar el país. Han acudido a toda clase de provocaciones, pasando por propuestas absurdas con posibilidades de convertirse en realidades, y tratando de acomodar las normas para desconocer el triunfo de la democracia.
Me dirán que esto es producto del No, y que nosotros somos los responsables, pero se equivocan: porque lo que se votó no fue la guerra o la paz, ni el descuadernamiento institucional del país. Se votó el replanteamiento de los acuerdos, y el Presidente (aún con el rechazo mayoritario del pueblo) sigue siendo el Primer Mandatario y tiene que ejercer las funciones consagradas en la Constitución; y el triunfo del No, no significa que haya quedado relevado de sus obligaciones. En Colombia no puede reinar la anarquía, y menos originada por el gobierno y sus alianzas; en Colombia se tienen que respetar los resultados democráticos y bien haría el presidente en hacer un llamado en ese sentido a sus congresistas, pues de las actitudes retaliativas, guerreristas y de malos perdedores se pueden desprender grandes explosiones sociales que finalmente conlleven a desechar los caminos de paz que se han construido. Con tanta soberbia de estos personajes, me pregunto: si esto es habiendo ganado el No, ¿qué tal que hubieran triunfado?
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