Óscar Dominguez


El primer libro no lo leí, lo oí: “Lejos del nido”, la novela de Juan José Botero, el ríonegrero que quería ser gato.
Fue la primera radionovela que escuchamos. Soy de la época en que la radio era también televisión e internet. Tres en uno, como el aceite famoso. La vida era simple, lenta. Tenía los colores de la nostalgia, blanco y negro. Con el tiempo y un palito leí y releí la novela. Una ricura.
Oyendo la radionovela detesté al indio Isidoro Quirama. En solidaridad con la heroína de Botero, Andrea, secuestrada por Quirama, le pondríamos ese nombre a la hija que nos puso a ennietecer por cuenta de Sofía Mo e Ilona Lu.
Llamarse Andrea era una rareza. Pero llegó la argentina Andrea del Boca, Pinina, y el nombre se volvió “viral”, dicho en la jerga moderna.
Otro primer libro fue “La alegría de leer” de Evangelista Quintana que conocimos de la mano de la maestra del kínder de Berlín, Doña Esilda, quien nos instaló vocales y consonantes en el disco duro. Guardo en urna triclave el primer libro de don Evangelista en la edición que publicó Editorial Voluntad, gracias a Juan Luis Mejía, actual rector de EAFIT.
“La alegría...” tiene a sus espaldas la Urbanidad del venezolano Carreño (1812/1894), ministro de hacienda de su país. ¡El banquete que se daría don Manuel Antonio escribiendo la urbanidad para estos tiempos!
El primer libro, “Los tres pelos del diablo”, me lo regaló el día de la primera comunión mi tío Julio Giraldo, un personaje familiar que cumple años el 6 de marzo, como el Nobel de Aracataca. Muy campante, Julio va para los 97 abriles.
Solo un libro me aprendí de memoria en esta encarnación: el Catecismo de Astete. El mundo se jodió cuando mandamos pa'l carajo a Astete y a Carreño. Tengo diplomas firmados por el entonces arzobispo de Medellín, Joaquín García Benítez, en reconocimiento por haber memorizado todo Astete. Practicarlo es otro cantar.
De la época es el clásico Genoveva de Brabante del cura alemán Cristóbal Schmid. A medida que avanzábamos en la lectura, derramábamos Niágaras de lágrimas en solidaridad con la calumniada Genoveva.
Los niños más audaces contaban, en voz baja, que sus padres leían a Vargas Vila que estaba prohibido. Alguna vez vi un ejemplar de “Aura o las violetas” y salí corriendo.
Otro libro que Alzheimer no ha logrado borrar de la memoria es “Respuestas a las preguntas sexuales de los niños”. Me lo regaló mi madre cuando empecé a acosarla con preguntas del calibre de las que le hicieron dos niñas a sus madres:
“Mami, ¿dónde queda el coito?”. O: “Si no me dices qué es un orgasmo, lo busco en Google”.
Vendrían después Dumas, Salgari, Julio Verne. Estos y los libros que vinieron después han hecho mejor este acabadero de ropa que es el mundo.
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