Óscar Dominguez


Ha hecho carrera en el fútbol un extraño ritual: el de no celebrar cuando se le mete gol al antiguo equipo.
Volvió a ocurrir hace unos días en el gol de Cristiano Ronaldo al Sporting de Lisboa que ganaba en el Bernabéu, de Madrid, hasta el minuto 89. Los hinchas, frustrados, malhumorados, joder, se retiraban a sus paellas, madreando hasta al gato, convencidos de la derrota en el primer partido por la Champions. Y jugando de locales, pa piores.
Después del empate, vendría el centro del ninguniado James Rodríguez, el nuestro, que entró tarde, como siempre, para el cabezazo de Morata y el salvador 2-1.
Pero esto lo sabe hasta el papa Pacho datiado a tiempo por el Espíritu Santo, conocedor de su devoción por este esperanto de las patadas que es el fútbol.
Lo que es menos usual es la figura de la no celebración. Se volvió una constante que el que le anota a su viejo equipo, casi pide disculpas. Le gustaría desaparecer, que se lo tragara la tierra, los intereses de mora, lo que sea. Que Cristiano le hubiera hecho gol a su gran amigo y paisano el arquero Patricio, del Sporting, no puede ser.
Puede ser y el gol fue una pequeña obra de arte. El balón salió de los guayos de Cristiano como disparado con un taco de billar, como si fuera una carambola a tres bandas: el balón se elevó, agarró efecto por acá, en el aire cambió de rumbo, buscó la mano del arquero Rui, se dejó acariciar, pero sigamos que tengo otros planes: Gol.
Que no haya habido falta contra Ronaldo es otro cantar, algo para la anécdota, el olvido puro. Pero el grito desgarrador que pegó Ronaldo, como si le hubieran averiado la silla turca, convenció al árbitro de que el rival tiró a dejarlo sin jarretes.
Mientras sus compañeros corren a babearlo, abrazarlo, robarle la billetera si la lleva encima, el infeliz sujeto que le hace el gol al antiguo equipo implora que lo dejen quieto, que no es para tanto, que lo dejen respirar, que no lo vuelve a hacer, pero que le pagan miles de millones de pesos y que por el vil metal le tocó cumplir con el deber de ir contra sus convicciones.
En estos casos del gol anotado casi que contra su voluntad, la sonrisa desaparece de la cara del atleta. Ronaldo nos regaló una de sus muecas, comparable a la que puso cuando la rusa Irina, su pareja, lo abandonó con una desgarradora confesión después de vaciarle el clóset y largarse: Que se había enamorado del hombre equivocado, que el cliente la hacía sentir fea. (Irina, por acá a tus órdenes, así no aguante una misa con triquitraque).
Propongo plebiscito que obligue al jugador a celebrar siempre. O que devuelva la platica. Gol sin celebración es como un soneto sin el último terceto.
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