Óscar Dominguez


Antes de que alguna filtración me delate como sucede con los encartados por los papeles de Panamá, me curo en salud y me anticipo a solicitar a la autoridad que me investigue.
Porque admito que puede haber dólares míos en Panamá. La cosa fue así: Hace unos treinta años, nos aprestábamos a aterrizar en medio de un aguacero de los que le volvían agua la boca a Noé. No se veía ni para soñar. El piloto, por equivocación debida al mal tiempo, tomó la pista por la mitad.
Donde no hubiera levantado el vuelo de nuevo, este servidor sería un punto aparte en la gramática del universo. (Cuando aterrizamos, un colega daba el extra radial sobre un amago de terrible accidente aéreo. Extraña sensación volver a vivir sin haber muerto).
Al momento del frustrado aterrizaje jugaba ajedrez con el fallecido Carlos Murcia, de El Espectador. El susto fue tal que en segundos se agotó una botella de güisqui que circuló un etílico samaritano.
Con anterioridad, y como solía hacerlo, este avispado servidor había dividido sus austeros viáticos de reportero. Temporalmente, puse la mitad de la fortuna (¿doscientos dólares?) en el asiento de adelante donde se aburren las revistas y el manual de emergencia que nadie lee. Es de mal agüero.
Me olvidé de esos dólares. Si aparece mi nombre en los papeles de Panamá es por ese concepto. De pronto con los intereses de 30 años me convierta en rico más a mis espaldas, como sucede con la lotería ganadora que nunca cobramos. (Acreedores, no acosen que a todos los despacho).
Cubrí en Panamá la posesión de algún presidente. Por los hermanos venecos asistió Luis Herrera Campins. Me lo encontré de sopetón en un pasillo. Mi sorpresa fue tal que lo saludé al revés: “¡Presidente Caldera!”, su furioso enemigo. Me decapitó con su mirada y bigote de cantante de boleros por ponerlo a vivir en cuerpo ajeno. En la rueda de prensa, por instinto de conservación, me abstuve de hacerle preguntas.
Soy ateo de días impares y escéptico de los pares como para dejar claro que ando de pipí cogido con mis contradicciones. Claro que el ateísmo termina cuando me trepo al avión. Un centímetro por encima del suelo soy más creyente que todos los testigos de Jehová juntos.
Embolaté a mis taitas diciéndoles que tenía vocación de cura. Falso: lo que quería era lucir pantalones largos y viajar dentro del ruido, el que producía el avión Superconstellatin de Avianca que me llevó a Manizales. Ellos querían un papa, terminé de aplastateclas. Lo siento.
El regreso del seminario de Manizales lo hice un lluvioso abril. Viajé en proletaria flota Arauca que me depositó con mis sueños teológicos en la autopista, cerca del Gran Pandequeso, adonde íbamos a buscarle salida a la lujuria. Y con bagaje suficiente para no aparecer en nefastos papeles panameños.
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