Óscar Dominguez


Lo mío con la pólvora fue un “romance del acabóse”. Es más, de un tiempo para acá ese ruidoso producto solo me gusta en adagios. O en juegos pirotécnicos que vemos por televisión. O de lejitos. Pero no gastemos pólvora en gallinazos y vayamos al grano.
Por algún caprichoso azar, conocí la pólvora simultáneamente con el hombre que la fabricaba. Este invento chino que se remonta al siglo noveno de nuestra era, le ha puesto música de fondo a la Navidad. La pólvora es como el rock pesado decembrino.
En el principio, la pólvora se utilizó para hacer juegos pirotécnicos. Pero también se empleó para fabricar armas. Lúdica y guerra: mezcla más explosiva imposible de encontrar.
Griegos y romanos se la pasaban clonando o pirateando inventos de los países que iban subyugando. Eran la cuota inicial de lo que serían los gringos de hoy. O los orientales que se tienen confianza para piratear. Esos griegos y romanos introdujeron la pólvora a Europa hacia el año 1200. (Fue en la mañana, pa más señas).
Ahora los chinos clonan todo lo que encuentran. Es la venganza china contra occidente por haberse apoderado de sus inventos sin dar las gracias. Ni el crédito.
Paso a referirme a esos encuentros de primer tipo que tuve con la cacofónica señora pólvora.
Ese dueño del trueno de que hablé antes se llamaba Rubén Ramírez. Le decíamos Don, con mayúscula. Sin confirmar sí lo digo: los piernipeludos pensábamos que nuestro vecino, extraño alquimista, le había robado el secreto a los rayos y centellas que de pronto decoraban el cielo.
Lo mirábamos de lejitos. Nos producía una mezcla de temor y asombro respirar cerca del hombre que era capaz de producir eso que nos impactaba tanto.
Nada de hablarle. Sería como romper el hechizo. La historia se repetiría después con los primeros amores platónicos.
Era mejor no romper el encanto. Por eso dejábamos tranquilo a don Rubén, de voluminosa panza, que nos miraba como a bichos raros.
De sus misteriosas manos de orfebre salía esa insólita forma de la felicidad que es la pólvora.
Verlo en la calle, tomando el fresco de la tarde, sin camisa, antes de regresar al misterio de su casona, era algo impagable. Si hubiera sabido entonces qué era un autógrafo, se lo habría pedido.
Esperábamos que llegara diciembre no solo para asistir al matrimonio del buñuelo con la natilla. O al sacrificio de algún pobre marrano o gallo que nunca nos habían hecho nada. Muy especialmente añorábamos para esta época la llegada de la pólvora que sacaba el último mes del anonimato.
En casa nos permitían quemar pólvora, “con cierto ritmo y en cierta proporción”. Comprábamos papeletas, totes y chorrillos en casa del polvorero Ramírez. Los voladores eran para los mayores.
Bastó que un chorrillo se me metiera entre la ropa, por la espalda, para decirle adiós a mi romance del acabóse con la pólvora.
Si estas líneas contribuyen a desestimular el consumo de ese invento “yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
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