Óscar Dominguez


Como lo saben desde el papa Francisco hasta el policía de la esquina, en junio, en Medellín, se oye un rumor cercano de tangos. Conviene separar minutos para darse un vuelto por el aeropuerto Olaya Herrera a depositar un suspiro ante el monumento-estatua de Gardel. Qué importa si “se nos pianta un lagrimón”.
En honor de Carlitos, como le decimos los igualados, algunos nostálgicos de pipiripao hemos ido hasta el cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, a dejarle dos cigarrillos: uno para él y otro para su oreja. (Si no les da jartera a los seis lectores que me quedan pueden ver el retrato en mi blog “papeles, tan solo papeles”. La foto es regularonga).
Otro camino conduce al vaticano del tango, la calle 45 de Manrique, donde todos los días es 11 de diciembre y 24 de junio, días del nacimiento y muerte del Zorzal. Lo lleva y lo trae el Metroplús.
Después de visitar la Casa Gardeliana fui a dar el pésame por la muerte del café Alaska cuando en la prensa salió el obituario por el viejo parche. Encontré que el difunto goza de cabal salud. El Alaska tiene garantizada inmortalidad, mínimo, por un año. A lo mejor ponen allí una venta de cigüeñales: “¡... qué atropello a la razón!”.
Cuando llegué, Gustavo Rojas, administrador, mesero, gerente, barman, señor del tinto, muchacha del aseo, doctora corazón, “alcapone los discos”, hacía sonar “Malena”. También pone boleros para seducir al respetable. Menos mal el bolero es un tango disfrazado.
Al fondo se oía la banda musical del tas tas de las bolas de billar. Que no falten los patos. Billar sin patos es tan insólito como un tango sin su sollozante bandoneón.
Desde una de las paredes del Alaska, me miraba rayado un jugador del Medellín. Mi “general” Rojas informó que el de bigote libidinoso de tanguero fue una leyenda gaucha del Poderoso: Pedro Roque Retamozo.
“Si viene a hablar mal del Medellín procure que su visita sea corta”, notifica un letrero. Otro prohíbe hablar mal del DIM, simplemente.
Como soy del inofensivo signo libra, para balancear me fui luego a visitar el café Atlenal, en Envigado. Tango ventiao, claro. La hora la dan relojes verdes y blancos, los mismos del Nacional. Me sentí en casa.
El Atlenal, “los mejores tangos, atendido por su propietario”, tiene piano-traganíquel. El aparato recuerda al jubilado Wurlitzer.
Su dueño, Aníbal “Pichuco” Rojas, locuaz como el barman de la película Casablanca, no le niega un tango a nadie. Pragmatismo ante todo. Piensa que la música es como la plata: por más que tengas no la tienes toda.
Y siguió despachando un sudao de pollo con la mano útil. La otra cojea pero llega a todas partes. En segundos estábamos por cuenta de Nada, cantado por Julio Sosa, uruguayo, como Gardel. Siempre Gardel.
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