Andrés Hurtado


Íbamos para Caño Lapa. El agua, los arenales amarillos, la línea verde de los bosques de la orilla, el cielo azul y nosotros allí, “víctimas” de los más bellos sentimientos que la Naturaleza inspira. Por nuestra margen derecha o sea la izquierda hidrográfica del Orinoco veíamos una roca alta cuya cima es plana en una extensión de tal vez medio kilómetro. Esa línea es bella. Después Mauricio Soler me confesaría que mirándola soñó con montar la carpa allá arriba en esa augusta soledad. Fue una feliz coincidencia porque yo pensaba lo mismo cuando la lancha navegaba rápida buscando la desembocadura del río Tuparro en el Orinoco y mirábamos extasiados el paisaje.
En la confluencia de los dos ríos se nota la diferencia del color de las aguas, verdeazuladas del Tuparro y leonadas del Orinoco. Nos metimos Tuparro arriba, hacia el interior de las sabanas. No olvidemos que el Orinoco marca el límite de Venezuela con Colombia a lo largo de todo el departamento del Vichada. A dos kilómetros de la confluencia de los dos ríos el Tuparro se encabrita y forma el raudal que lleva su nombre. A simple vista es un chorro inocente, pero la vista engaña. Para remontarlo debemos bajarnos de la lancha para que el motorista pueda maniobrar con más seguridad con la lancha aligerada de peso.
Caminamos por la orilla entre bosques, piedras y arenales de color amarillo. El conjunto de piedras por entre las cuales el agua discurre y forma los rápidos peligrosos es hermoso.
Ya hablaremos de este raudal cuando regresemos a Tambora. Pasado el chorro la navegación fue un “paseo” tranquilo sobre una superficie que más parecía de un lago en calma que de un río. Algunas nubes de contornos definidos aparecieron por nuestra margen derecha sobre los bosques de galería. En los Llanos se llaman bosques riparios o de galería los que acompañan el curso de los ríos, como formándoles una cinta protectora. Para los biólogos estos bosques son de gran importancia por su flora y fauna.
En un recodo del río la lancha se detuvo y echamos pie a tierra. Caminamos quince minutos por entre un bosque hasta salir a un claro donde hay un poblado de no más de 10 casas o malocas. Allí vive una comunidad de indígenas sikuanis que son amigos de Rosevelt. Nos recibieron muy risueños y nos mostraron cómo preparan la fariña y el casabe.
Ambos productos, claves en su alimentación, son extraídos de la yuca brava o amarga. Nosotros, “los blancos”, no distinguimos entre las dos matas de yuca: la dulce y la amarga. La primera es la que consumimos nosotros, la segunda es venenosa y es la preferida por los indígenas de los Llanos y de la Amazonia. A primera vista y a la segunda también, las dos matas son iguales.
Los indígenas rayan los tubérculos y mezclados los granos con agua los introducen en un largo tubo de 3 a 4 metros de longitud y unos 10 centímetros de diámetro, hecho de hojas de palma. Atan una punta del tubo a un árbol y estiran y aflojan de la otra haciendo palanca con un palo, de modo que el agua se vaya escurriendo y quedando solos los granos. Con el agua sale expulsado el veneno, que es nada más y nada menos que un cianuro. El tubo se llama sebucán o sibucán. Esta harina es la que llaman fariña, del portugués farinha o harina. Este polvo amarillo lo mezclan con toda clase de comidas, ya sean sólidas o líquidas. Es la base de su alimentación.
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