Andrés Hurtado


En uno de mis viajes a San Fernando de Atabapo me hablaron de un sacerdote español que sabía mucho de Funes. Era el director del colegio. San Fernando se encuentra, en efecto, en la margen derecha del río Atabapo, un espléndido río de agua negra, que marca límite entre Colombia y Venezuela. Ese sitio se llama: “La Estrella Fluvial del Sur”, porque allí se juntan tres grandes ríos: El Atabapo que viene del sur, el Guaviare que engrosado por el Inírida entra por el occidente y el Orinoco que llega desde el oriente. Un verdadero mar de gran belleza. Este lugar ha sido declarado “Ramsar”, nombre que se da a regiones claves para el mundo por la cantidad de agua que poseen. Eso significa “Ramsar” y la declaratoria se debe en gran parte al trabajo del biólogo Saulo Usma.
Le expresé al sacerdote mi curiosidad y lo que sabía sobre Funes y él, muy amablemente, me regaló el libro que escribió sobre el cauchero. Me dijo que era el último que le quedaba. En el libro no se presenta a Funes como el criminal sanguinario que otros dicen que fue, sin convertirlo tampoco en una mansa oveja.
El alcalde de San Fernando de Atabapo, habló de los tiempos en que vivía Chávez, me dijo que había recibido órdenes de este señor de dar paso libre a los guerrilleros colombianos que transitaran por Venezuela, sin molestarlos; que simplemente se hiciera el de la vista gorda. Según entendí, en este pueblo no gozaba Chávez de muchas simpatías.
Una vez que hube recogido los datos que estimaba suficientes me lancé a la aventura de la que por suerte salí bien librado; por suerte digo, porque pude terminar en una cárcel del vecino país. Clarísimo estaba que Funes no estaba enterrado en el cementerio que estaba en uso en ese momento. Ya lo había visitado y mirado todas las tumbas con sus respectivas lápidas. Había algunas toscas cruces de madera clavadas en tierra, sin ninguna flor ni identificación. Obviamente no podía ser la tumba que yo buscaba. Me habían hablado de un cementerio abandonado, totalmente enmontado, cercado por una tapia alta de ladrillo y cuya puerta siempre estaba cerrada. Un anciano me dijo que la tumba de Funes podría estar allí. Pregunté en las casas vecinas, nadie tenía llave del candado y nadie daba información.
Me decidí a saltar la tapia cuando nadie me estaba viendo. Bueno, eso pensaba yo. El tal cementerio es un terreno en forma de cuadrado de unos 80 por 80 metros totalmente enmalezado. Entre los matojos vi tres tumbas sencillas muy deterioradas con los nombres casi borrados de los difuntos allí enterrados. Al fondo encontré una tumba totalmente diferente, que por la forma y estilo debió ser de un muerto importante. Esa era la que yo buscaba. Hice las fotos, incluso recé un poco. Y cuando salía triunfante un policía me abordó y me pidió explicaciones, amenazó con llevarme a la estación. Yo le dije que era un historiador colombiano muy conocido, que buscaba información con miras a escribir un libro, le di muchos datos sobre Funes para que me creyera y después de un rato, sin estar muy convencido de lo que le decía me dejó ir. Fueron unas mentirillas bien urdidas que me salvaron de un mal momento.
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