Andrés Hurtado


En este descenso alocado y peligroso del río Orinoco, hubo lugares en los que “las masticábamos” del susto; llevábamos por suerte un hábil motorista que conocía muy bien el río y sus secretos. Nos desviamos un tanto hacia el lado venezolano para ver una roca que parece exactamente la “copa mundo” del fútbol. En otra de las paradas cuando echamos pie a tierra fotografiamos una roca enorme, totalmente redonda como una bola, y que se sostiene maravillosamente en equilibrio increíble sobre una piedra gigantesca. En otro de los sitios fotografiamos unos pictogramas hermosos, bien conservados. Luego de varias horas de adrenalina, sustos y alegrías llegamos a Casuarito, poblado colombiano ubicado en la margen izquierda del Orinoco.
Es un pequeño poblado que en la época de nuestra llegada estaba pasando grandes dificultades por el cierre de la frontera colombo-venezolana. En efecto, el pueblo, en el que hay muchos almacenes, vive de los venezolanos que pasan todos los días desde su ciudad, Puerto Ayacucho, situada en la margen derecha del río, a comprar mercancías a Colombia. Puerto Ayacucho es una ciudad de unos 120 mil habitantes, capital del estado Amazonas, mientras que Casuarito no llega a mil. Pero a los venezolanos les viene mejor comprar en Colombia por el cambio de moneda y porque nuestros productos son de mejor calidad. Yo ya había estado algunas veces en Casuarito, en la época en la que la guerrilla molestaba por estas regiones. La gente es amable. Nos alojamos en el único hotelito que encontramos y comimos en el único restaurante que encontramos abierto.
Al día siguiente temprano nos internamos en las sabanas. Caminamos unas cuatro horas bajo un sol generoso, que otros llamarían inclemente. Nos acompañaba Rosevelt Rodríguez. Marchábamos en dirección occidente, internándonos en las sabanas del Vichada. Lo primero que visitamos fue una cueva donde hay muchas pictografías, en rojo. Ese es el color de prácticamente todas las pinturas que los indios han dejado en la selva. Asombra el hecho de que estando al sol y a la lluvia muchas de ellas, como las del río Guayabero y las del Cerro Azul del Guaviare, se conserven en excelente estado. Grabadas en la roca hay la figura de un águila y unos círculos. Avanzando por las sabanas, que en esta parte son fundamentalmente roquedales con rara vegetación, encontramos lagartos, un zorro y unos chigüiros. Había, eso sí, muchas florecillas de vivos colores que no se escaparon a nuestras cámaras fotográficas. Marchábamos, ¿no lo dije ya? en silencio. Allí no hay camino, lo hacíamos nosotros al andar, como decía Machado.
Detrás de Casuarito a unos dos kilómetros de distancia se levanta la llamada “Loma de Casuarito”. No es muy alta, la subimos, continuamos por terreno más o menos plano hasta llegar al fin de la planicie desde la que se abría a nuestros pies un pastizal verde brillante, surcado por una línea de moriches. Es un paisaje maravilloso, típico del Llano, que nos detuvo media hora contemplándolo. Bajamos a él y al fondo llegamos a la Laguna de San Roque.
Realmente la laguna es parte de un arroyo que en esta época de intenso calor se reduce a pocetas incomunicadas. El agua azul, las palmeras de moriche que la rodean y se reflejan en ella, hacen del lugar una especie de pequeño Edén. Exploramos un poco la región visitando las pocetas vecinas. Avanzando un poco más salimos a la carretera, la misma que habíamos transitado el primer día de nuestra aventura, cuando salimos de Puerto Carreño y seguimos el carreteable paralelo al Orinoco. Allí nos esperaba “el Morocho”, nuestro conductor; con ese nombre lo distinguen cariñosamente los habitantes de Puerto Carreño.
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