César Montoya


Las lecturas, las introspecciones reflexivas, marcan el ritual de la cultura. Se eligen los santuarios íntimos. Todos tenemos cuartos secretos que defendemos porque son nuestra escondida fortaleza. La capacitación creadora es una faena electiva, de tomar y dejar, y así como el cura y el barbero le hicieron un inventario a los libros de Don Quijote, también en nuestras estanterías hay basura para las piras, y otros, de inextinguible valor. Cohabitamos en el mundo de la literatura con muy pocos autores. No todos nos seducen. Por eso tratamos de no malgastar el tiempo en croniquillas de amores pueriles, con moños y oloroso pachulí, ni en historietas desteñidas que barruntan prosistas de poca monta. Cuando se tiene al lado a Homero, Virgilio, Cervantes, Shakespeare, Sófocles, Borges o García Márquez y muy escogidos autores más, es difícil sentir apetito por esas publicaciones. Son caprichosos los alimentos del alma y deben ser exquisitos para las depuraciones mentales.
¿Por qué Cervantes?
¿Qué nuevo se podrá escribir sobre este varón de dolores? Su vida fue cubierta por un sino adverso. Cautivo por cinco años en Argelia; tres veces en la cárcel por deudas y malos manejos de los dineros públicos; enamorado de una mujer con quien tuvo una hija; su hogar sospechosamente convertido en nido de concubinas; además vivió en pobreza extrema.
Las frustraciones, los sueños truncos, la acidez de la vida, lo llevaron a crear a Don Quijote, orate deschavetado. Este loco cuerdo, tuvo como escudero a Sancho Panza, un glotón que se defendía a base de refranes, y hablaba, a ratos, como un erudito.
Don Quijote de la Mancha es una novela intemporal. Publicada hace 400 años, ha sido lo máximo del idioma español. Feliz quien se embarca en sus páginas, encontrándolas inicialmente apenas buenas; releídas admiran sus polivalencias selectivas; en la tercera enamoran las locuras del viejo esquelético, pendenciero y flojo, energúmeno y achicopalado, además sabiamente discursero; en la cuarta se descubre su dimensión genial, erudito, con memoria notarial, orador cuando le da salida a sus quimeras, y la de su escudero, el grasoso Sancho Panza, que además es un intelectual; en la quinta, la sexta y así sucesivamente, se van topando primorosas joyas poéticas, filosofías, humorismo, dejando en el lector sedimentos de perplejidad.
¿Por qué Shakespeare?
Fue contemporáneo de Cervantes, ambos genios de las letras. Sublimes son las utópicas tragedias de Shakespeare. Literariamente tienen dimensión alucinante, fantasía desbordada, músculo espiritual. La suya es una prosa sinfónica, reflexiva, manantial de sorpresas. Aún a el dominio florido del lenguaje con una penetrante psicología para entender el corazón humano. Su estilo es garboso y rutilante, fresco y altivo, es un torbellino de metáforas. Su lucidez no tiene par. Es simétrico, armónico, universal. Émerson dijo que era el poeta de la raza humana y Milton lo calificó como el gran heredero de la gloria.
Shakespeare fue un médico del alma. Su pluma se explayaba cuando descubría las pasiones, cuando entreveraba príncipes y mendigos, plebeyos y cómicos, imaginativo para utilizar espantos enigmáticos, para balancear el amor y el odio, el patriotismo socavado por abyectos intereses, la credulidad arruinada por mentes
diabólicas.
Es obvio que existan preferencias. La mía es “Otelo”. No se puede ser penalista de rango si no se la ha leído con los cinco sentidos despiertos. Tres personajes son esenciales en la obra. Otelo, militar al servicio de la república de Venecia, crédulo y noble, Desdémona su esposa y Yago infernal y tartufo. Son perfilados nítidamente; ingenuo el primero, fiel y sometida por amor la segunda, premeditativo, ponzoñoso y canalla el tercero. Finalmente, en “Otelo”, Shakespeare fue un maestro para penetrar en el abismo de los celos, “el monstruo de ojos verdes” y manejar magistralmente la prueba indiciaria.
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