Damián era un perro grande, con ojos cansados y mirada triste, de negro color intenso, víctima de una enfermedad terminal. No ladraba y prefería la soledad. Mientras los demás canes eran fiesteros y se abanicaban ante el amo, Damián siempre estaba retraído, con cara abatida y atisbos desconsolados. Tenía el presentimiento de su pronta muerte. Su dueño que compartía ese abandono melancólico, acudía a los veterinarios para retornarle la salud y era profuso en medicamentos para poner a salvo su vida en extinción.
Finalmente se cumplieron las inexorables conjeturas. En cualquier madrugada fue notoria su ausencia. Mientras sus compañeros desplegaban coquetas cabriolas y acosaban por la vitualla, Damián en un bergantín invisible viajó hacia los territorios ignotos de la eternidad.
La noticia fue impactante. La pequeña nieta del pintor saltó de su cama y salió llorando a verificar el fatal suceso. Encontró a Damián horizontal y rígido, tan largo como era. Los ojos vidriosos, tiesas las extremidades, insensible a las exclamaciones de la niña. La familia se reunió en esa madrugada, conmovida con el esperado deceso del perro que había nacido en el Balcón de la Luna dos quinquenios atrás. Damián se había convertido en un miembro más del hogar. Sus ladridos llenaron los espacios de la casa, alegraron las alboradas, avisaron la presencia de forasteros, y fue meloso con el banderín de su cola cuando el amo retornaba de un largo viaje. Todos estaban conmovidos. Jesús mitigó la tragedia con profusos alcoholes; Oliva cubrió un cuerpo con pañolón de luto; por el rostro de Aura descendió un crecido caudal de lágrimas; Samuel y Diego ante la dolorosa noticia devoraron distancias para llegar en un tris de tiempo al velorio del mastín.
Faltaba el conmovido discurso del pintor. En un ángulo del patio, frente al negro cuerpo sin vida, la familia en lloros, Luna y Lola, colegas de Damián con caras abatidas, el pintor leyó un emotivo discurso versificado que entre sorbo y sorbo había escrito para despedir a ese ser que había poblado de memorias la estancia familiar. El Balcón de la Luna "se vistió de silencios" exclamó bellamente el tribuno ante ese duro golpe que les hizo trepidar el corazón.
La memoria afligida del acuarelista descubre unos recuerdos fotográficos de su viaje a Cuba. Como un tesoro para compartir con pocos, abre el álbum que recoge sus itinerarios por la isla de José Martí. Aparece una estampa de colores vivos de cuatro tumbas con los nombres de los gozques que le hicieron compañía a Ernesto Hemingway en un pequeño otero de La Habana en donde escribía sus libros de literatura fantasiosa.
Hay memorias disímiles sobre los perros. En la guerra de Troya se disputaban con los buitres los cuerpos inertes que dejaba el infernal conflicto. En la conquista de América también en voraz carnicería, cazaban indios y en hilachas se atragantaban los cadáveres.
En el Quijote hay una referencia de sutil psicología. Montan en Rocinante y el Rucio el Caballero de la Triste Figura y el escudero glotón de Sancho Panza por los aireados riscos de Castilla. Cuando bordean una casa campesina, saltan azarosos los canes en estrépito de ladridos. Ante la zozobra medrosa del socarrón, compañero del genial Don Quijote, éste le dice: "Ladran los perros Sancho, es porque cabalgamos". ¡Qué de aplicaciones múltiples tienen estas sabias palabras!
Winston Churchill, con espacio propio en la historia universal, tenía una mascota que adoraba. Después de los ardorosos debates en el parlamento, o en los cortos descansos de la guerra, salía al campo con Rufus para intercambiar confidencias. El pequeño animal tenía pelo acolchonado, orejas despiertas, cola de abanicados movimientos y sabía intuir las preocupaciones de su dueño. Sostenía cabalísticos diálogos con él.
Damián perteneció a esa escuela privilegiada. Era confidente del pintor, le hacía carantoñas zalameras, le rezongaba con ternura, y buscaba su calor debajo de los cobertores. Por la vereda, junto con las disipadas señoritas Lola y Luna, vagabundeaban, ellas buscando novios consentidores y él para no olvidar la calistenia de los saltos reproductores.
El Balcón de la Luna perdió la nota más alta de la familia perruna y Jesús Franco Ospina se cerciora con dolor que, por la ausencia de Damián, su chagra campestre sigue vestida de silencios.
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