César Montoya


Argemiro vivía en la vereda Caracoles del municipio de San Vicente del Caguán. Le cuidaba un hato a don Antonio, hacendado que no podía visitar la región por no pagar “la vacuna” a la guerrilla. Su hogar lo componían su esposa, dos hijas de 16 y 20 años, y Aurelio, un varoncito con quien manejaba la vacada. Veía llegar la noche con zozobra, por los crímenes que a diario cometían los facinerosos. A Luis su vecino, le quemaron el rancho y tuvo que huir. A Francisco, el veterinario, después de capar unos terneros, le echaron mano y su cuerpo fue encontrado en un canalón. Los labriegos de Caracoles, tenían que aceptar el vasallaje de los bandoleros, esconderlos y cuando la autoridad preguntaba por ellos, negaban haberlos visto en la región.
El pánico se convirtió en tragedia. El 24 de diciembre de 2012 al calor de unos guarapos estaba Argemiro con los suyos celebrando la Navidad. Oían villancicos en un radio portátil, y bebían el líquido fermentado. Eran las doce de la noche. En un segundo aterrador, irrumpen en el patio de la casa 15 sanguinarios. “Dónde está el h.p. de Antonio”, preguntaron. “Él viene poco por acá” contestó Argemiro, temblando. “¿Envió la plata de la vacuna?”. “No señor”. “Entonces h.p. ustedes la van a pagar”.
Lola, madre de Ester y Juliana, prorrumpió en llanto. Las hijas, acurrucadas, con las bocas cerradas por el terror, se abrazan buscando protección, la una apoyándose en la otra. Aurelio se escapó. Grita el comandante: “Amarren a ese viejo h.p.”. Dos subversivos ligan las extremidades y lo sujetan contra un árbol. “Pescuezo, Tuerto y Tinta negra, échenle mano a esa enaguetas h.p. y cómansela”. Los tres desalmados agarran a Lola, la tumban, uno le inmoviliza el brazo y la pierna derecha, el otro hace lo mismo en el lado izquierdo y Tinta Negra se abre la bragueta, le rasga los cucos y procede a la violencia carnal. Argemiro¸ impotente, llora y grita, Ester y Juliana a los alaridos cierran los ojos para no ver la escena horripilante. Lola, aturdida, sufre los sacudimientos del sátiro mientras se sacia.
“Viejo h.p., ¿le gustó o no le gustó?” “Bolanegra, Caín, Parafina, Calzones, Muelón y Carevaca, agarren esas muchachas h.p. y háganles igual trabajo que a su puta madre”. Ester y Juliana desesperadas piden auxilio, el eco llena la llanura, y con angustia ven cómo los bandidos repartidos en dos grupos, como perros hambrientos, las someten y hacen de sus cuerpos un humillante festín. Lola está petrificada, Argemiro maldice su desgracia. Mientras tanto los malandrines, a las carcajadas, celebran su odisea. Pero el cuadro dantesco no ha terminado. El pequeño clan familiar está deshecho. Argemiro anudado contra un guayacán, Lola llorando su infortunio, Ester y Juliana desgarradas por la violación y la tropa infernal cantado una ranchera dedicada a Tirofijo. “Muchachos, nos vamos, pero primero métanle candela a la vivienda de esos h.p.”” grita el comandante. En segundos el humilde caserón arde en llamaradas y los alumnos del demonio se internan en un morichal.
¿Quién en Colombia desea que este drama y muchos de acuarelas parecidas, se repita a cada instante en la geografía nacional? Los que han padecido la violencia invocan la paz. Las viudas, los huérfanos, los niños que han perdido a sus padres, los que deambulan con hambre y estorban en las ciudades, han transformado el odio en perdón y claman por un final ¡YA! a esta desventura. La paz no puede morir en manos de los políticos. Los que vomitan sandeces quieren regresar a la presidencia de la república, o colocar contra la pared al señor Santos a quien detestan. ¿Patriotismo? ¡Ninguno! Solo venganza ruin.
Los que se oponen al plebiscito con argumentos de odio, los bizcos que desintegran la realidad y prefieren la guerra, los que administran sus rencores coléricamente desde las salas elegantes de las capitales protegidos por la autoridad, los que no tienen a sus familiares metidos en la selva dándose bala con las Farc, pueden hacer sainetes retóricos para deshacer el trabajo tesonero que por cuatro años adelantaron representantes del Estado y de la subversión. Los enemigos de Santos no perdonan que sea él quien le trajo la paz a Colombia.
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