César Montoya


Miguel Álvarez de los Ríos me hizo donación del libro Eastman, una honrosa estirpe. Por conocer a fondo la vida de Gustavo y Jorge Mario, me sentí exonerado del compromiso de leerlo. El primero es un empresario fortunoso y el segundo un Don Quijote a quien le faltó una grada para ascender a la Presidencia de Colombia.
En noche aburrida comencé a transitar desganadamente por sus páginas, para matar las horas. Sorpresa grande. Mis ojos comenzaron a palpar un estilo que parecía un riachuelo espumoso de buenos adjetivos, matemático y preciso en la utilización del verbo, hortelano sapiente para fijar hitos con el imperio del sustantivo. No es ditirambo sostener que me sentí nadando en una prosa similar a la de Marguerite Yourcenar. Ondulada y armoniosa, orquestal a veces, burbujeante en metáforas. Qué inmenso escritor es este Álvarez de los Ríos, abierto y ancho como un río caudaloso, inmerso, a veces, en remolinos peligrosos como orfebre poético.
Es inolvidable la estampa provinciana de Jorge Mario Eastman cuando fue descargado en Bogotá. Llegó con pantalones ceñidos de un verde intenso, camisa amarilla con reflejos metálicos, corbata de un rojo vinagroso y botines con gruesos carramplones. Pero tenía garbo señorial, modales de galán de cine y gestos desenvueltos. Dos meses después de estar en la capital, había archivado sus trajes pueblerinos para lucir atavíos de oligarca. Fue un universitario elitista y audaz, con amigos que escogía con pinzas de galeno, miembro de cenáculos exclusivos.
Para qué esconder el torrente de locuras moceriles, cuando teníamos músculos de astados bravíos, corazón vigoroso, cuerpo de atletas, bohemios crapulosos, adoradores pecaminosos de la mujer. Germán Martínez Mejía, Jorge Mario Eastman, Miguel Álvarez de los Ríos y el autor de esta columna, conformábamos una pandilla intelectual especializada en coronar reinas campesinas, adicta a los calambures retóricos, a las prosas rumbosas, y ¡por qué no! a noches largas de alcohol en medio de alegres compañeras.
Jorge Mario despegó como personaje público. Diputado, cónsul en Hamburgo y Tokio, representante a la Cámara y senador, embajador en varias repúblicas, y rozó también la presidencia de Colombia. Por su importancia, la vida lo atiborró de honores.
Como a todo ser humano la naturaleza le hizo apriscos de virtudes y defectos. Inteligencia aguda, ingeniero para las estrategias, nariz olfateante, tahúr para capotear riesgos. Tenía una oratoria tigresca, y su pluma se paseó por todos los vericuetos del idioma. Escribió libros, cometió discursos, fue arquitecto de repúblicas aéreas y construyó castillos para sus apetencias de poder.
También cultivó un arsenal de imperfecciones. Fue un narciso invicto. Se amó a sí mismo y se pertrechó de circunstancias orteguianas para ambientar el teatro de su destino. Para ingresar a su órbita privada era necesario parecerse a él. Tenía pinche selectivo, coturnos altos para mirar hacia abajo con desprecio, regodeándose en nichos de pasión con las castálidas. Fue temerario para asomarse al balcón de los peligros. Baquiano para darle retintín a sus faenas.
Ha sido un amigo aceánico. Le sigue la ruta a sus muy pocos consentidos, estimula y aporta ayudas con denuedo. Cree realizarse en la buena fortuna de los suyos. Para pertenecer al alcázar de su corazón hay que demostrar perfeccionismos verificables.
Jorge Mario: Busca por el rincón de los recuerdos aquellos recorridos sabatinos por los bosques casi impenetrables que anillan a Bogotá, con Laureano Gómez Ángel, Willian Massy Mor, tú y yo, despertando la naturaleza con nuestra desbordada verborrea de tribunos incipientes. ¿No te da vergüenza de tus empalagos mieludos cuando un día tuviste la osadía mentirosa de compararme con Cicerón y Demóstenes? ¿Has olvidado aquella apuesta suicida, después de tres días de farra en la casa de las Valencia, con Germán y Miguel, para apostar, en un balneario de Arauca, cuál de los dos aguantaba más tiempo debajo del agua y tuvimos que rescatarte de la muerte porque -renegrido- estabas agonizando? ¿No tiene espacio en tu memoria aquella noche que salimos escoltados por el Ejército después de un acalorado debate en la Asamblea de Caldas en razón de nuestro radicalismo invencible para defender la integridad geográfica de Salamina? ¿En qué esquina de los archivos mentales has guardado nuestras travesuras en Lima cuando ambos éramos embajadores?
Rumias, Jorge Mario, una hilera interminable de anécdotas, ahora que estás imbuido en introversiones filosóficas, leyendo libros que el atafago de los compromisos no te permitieron degustarlos. Tienes los ojos alongados en lejanías caracoleantes, entreteniendo el tiempo en anonadamientos, despaciosamente paladeados con nepentes, con tres amigos que siempre hemos estado a tu lado. Todavía, querido maestro, le sabemos exprimir delicias a la vida.
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