César Montoya


Es febril la actividad política. Los partidos están colonizando cerebros, haciendo pedagogías intensas para preparar el escrutinio nacional del 2 de octubre. Somos conscientes que en los últimos cien años no ha habido una decisión de mayor trascendencia. Está en juego no la suerte de los ancianos, no la proyección de gastados emporios electorales, no el dominio de los soberbios que obstaculizan la renovación de las élites. Tenemos en nuestras manos el porvenir de los hijos y sus descendientes posteriores. Por cerca de 60 años, solo hemos conocido el infierno de la violencia.
Es triste que unos dirigentes con el sol muriente a sus espaldas, encanecidos y rabietas, sean ahora los que enturbien el futuro de la nación. Ellos nada saben de la vida trágica en las selvas, no de la aflicción de soldados o guerrilleros. A esos críticos de papada rolliza, les importa un higo que unos y otros, -los que persiguen en representación de la ley y los que huyen-, deambulen por cordilleras heladas, o abajo donde el calor hierve la tierra, acosados por el pavor, siempre en angustias de muerte, caminando, caminando, en movilidades extenuantes. No saben lo que es pasar hambre, dormir en el fango rodeados de alimañas, soportar bajo el dosel de los árboles diluvios torrenciales. No conocen el dolor moral de quien maneja un fusil y tiene que matar a un compatriota, hermano suyo.
Mucho menos esos expresidentes saloneros, que se mueven en medio de un ejército que los protegen en sus vidas. Qué van a saber de la zozobra de los campesinos de Nariño, Cauca, Chocó, Urabá, Casanare, Arauca, Guaviare, Santander, norte de Caldas cuando fue funesta y terrorífica una tal Karina. Pobres labriegos acosados por el estrépito de las balas, con sus bohíos en llamas, asesinada su familia, incineradas sus viviendas y los que milagrosamente sobrevivieron, salir como prófugos a buscar escenarios de miseria.
Una política menuda trata de apoderarse del corazón de los ingenuos. No es la solidaridad social lo que anima esas mentes de falsos profetas, sino la elección del próximo presidente, y la composición del parlamento venidero. Para lograr esos objetivos, hacen terrorismo verbal. Pintan paisajes de un negro profundo, con un demonio tuerto, de boca torcida, transfigurada en soplete para vomitar ráfagas de flamas. Política revanchista, de venganza ciega. Detrás de esos sentimientos mortuorios, son otros los apetitos que los animan. No el país, no la estabilidad de las instituciones, no el porvenir de la patria. Se quieren embolsillar el poder para retornar al mando, restablecer la malhadada reelección y el dominio pleno para los desquites.
El grito de los colombianos es contundente. ¡No más guerra! Noble es la misión que nos incumbe y frenéticamente debemos cumplirla, como lo están haciendo ¡loado sea Dios! todas las colectividades.
Menos el Conservatismo. En el Quindío, Risaralda y Caldas, desapareció el Partido Conservador. No tiene jefes. Murieron o están agonizando, se jubilaron, o son indolentes. En cambio, los enemigos de la paz son incansables predicadores de un evangelio de espanto.
Nosotros, los conservadores, no tenemos guías, no oímos voces de mando, nadie nos concita. Este, nuestro partido, es ahora un reducto de eunucos impotentes. La única preocupación de la dirigencia azul se centra en no perder la corbata de la Procuraduría y el nombre de quien va a reemplazar al señor Alejandro Ordóñez. En ese bajonazo de propósitos, quedamos estampillados como lagartos.
Jefes azules, de pacotilla, ¿qué hacemos con la paz?
¡Carajo! que se defienda sola. Primero yantar, después filosofar…
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