César Montoya


Es dramática la metamorfosis de la política. Dar el salto de los ideales al mundo de las simonías, sacrificar a Don Quijote para darle vida al mentecato Sancho Panza, es un trueque vulgar, tan abismal, como reemplazar el Olimpo por las aguas pestilentes del averno.
¿Qué aprendimos en la universidad intangible cuyo rector emérito lo fuera el Mariscal Alzate? La política se hace para servir. Quien la oficia debe ser un Ministro de Dios, de púlpito sí, pero sobre todo de entrega social. Hace algunos decenios en Francia surgió el movimiento clerical de los sacerdotes obreros. Protestaban contra una iglesia vistosa, opulenta y vitrinera, porque ellos la querían sumergida en el mundo de los hambrientos y desvalidos, solidaria y vestida pobremente pero pletórica de oros espirituales. En Caldas, la política como servicio, la entendió, predicó y realizó Ómar Yepes Alzate cuando fue parlamentario. En este departamento no existe municipio, aldea y vereda que no recibiera las pródigas cornucopias del poder a través de sus gestiones como legislador. Soy testigo. Supo sacarle dividendos a sus influencias con los gobiernos nacionales y departamentales en beneficio de las comunidades campesinas, rezagadas en aislamientos opresores. Electrificación, vías terciarias, acueductos y alcantarillados, telefonía, escuelas y colegios, todo lo hizo, transfigurado en cristiano redentor. Sin hablar de los centenares de empleados oficiales que fueron pensionados en cargos conseguidos por Yepes y que hoy, en su mayoría, denigran de su benefactor. Tal vez por eso, la jauría con aullidos rabiosos, se desgañita gritando “crucifícale”.
Fuimos doctrinarios. Liberales y conservadores alimentamos cordiales rivalidades, alborotados ellos con la palabreja Libertad y nosotros centrados en sustantivos rectores como Poder, Autoridad, Orden y Justicia. Los balcones los convertimos en cátedras de vida, la izquierda con un Santander ritualista, apuntalado en los recovecos de los incisos, y la derecha con un Bolívar, grandioso y eterno.
Se hacía política gratuitamente. Sin hartazgos heliogabalescos, sin bebidas embriagantes, sin propagandas atosigadoras, sin los baratillos secretos para comprar conciencias, sin los ocultos caudales amazónicos de dudosa procedencia, para torcer el genuino querer del pueblo en las justas eleccionarias.
Resultado cruel: los dirigentes empotraron la corrupción. Pero… ¿cómo podremos aggiornarnos con el crimen, cómo con el circulante venal producto de la droga, cómo con las adiposas tajadas que dejan los contratos con el Estado para comerciar los votos, cómo con las opulencias robadas en ocultas rebatiñas al erario nacional? Hoy la más rentable profesión es ser un político golfo.
Es dañino el mal ejemplo. ¿Qué enseñanza recibe la juventud al percibir que todo es un cambalache, que el rico manda, que los ríos amazónicos de los caudales circulan clandestinamente de huida de la ley, que el desafiante Epulón se alza con la victoria, obtenida tras los bastidores del delito? ¿Qué de esa política moderna de hueros contubernios, con los mercachifles apoderados del templo del Altísimo? ¿Qué sin propósitos lejanos, sin las levitaciones del alma, sin la vitualla de las hostias sagradas, sin doctrinas que nos liberen de bastardías minúsculas?
Debe hacerse el parangón de las dos épocas. La anterior -la nuestra- audaz y romántica, pétrea en principios inconmovibles, bizarra y altanera. La de ahora, rebuscadora, plana, enhuecada en malicias, corruptora de inocencias. Aquella idealista. Ésta, puerca, izquierdosa, elaborada con marrullas, utilizando el crochet de las telarañas. ¿Qué hacer con esta reverencia al dios metálico que centra sus apetitos terrenales en un cuánto tienes, que eso vales?
Quienes escribimos lo que pensamos, jamás nos doblegaremos ante la tempestad marítima del dinero. No aceptamos el soslayo de la inteligencia, la preponderancia de Plutón que controla las riquezas, los destrozos de la moral. Los valores éticos que heredamos han de sobrevivir y son estrellas que, en lontananzas excelsas, dirigen nuestros pasos.
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