César Montoya


Jean Jacques era un granuja que escribía quisquillas literarias. Nada, socialmente, representaba. Frente estrecha, ojos con párpados caídos, dentadura en muñones, hilachudas las camisas y remiendos en los pantalones, con sobrados carrillos grasosos. Era un husmeador. Metía la nariz y los ojos en los aposentos, los hundía por entre las sábanas, delataba los secretos amatorios de las parejas, era indiscreto con sus panfletos. Le tenían miedo. Esa prevención que suscitaba su nombre lo llenaba de complacencias íntimas. Se sentía importante. Para unos era un gigante fabricador de frases urticantes, para otros un libertino, para todos un prosista peligroso.
Recorría calles, visitaba paisanos, engañaba trabajadoras sexuales, hacía presencia en los casinos, entablaba diálogos en las peluquerías y los zapateros gozaban con sus apuntes oportunos. Era halagado para evitar sus virulencias.
El complicado gobierno de la ciudad de Ginebra le sirvió de plataforma a Rousseau para concebir su “contrato social”, y para Jacques, ese minúsculo estado, fue peana para sus mordaces epístolas. “Cartas escritas desde la Montaña” son un sustrato de lo que la nariz percibe y la mirada descubre, de los ruidos que producen las personas y las cosas. Son reflexiones para prevenir o corregir el caprichoso discurrir del tiempo.
Como Grenouille, el curioso personaje creado por Patrick Suskind, Jacques el andariego, diferenciaba los olores de la agricultura. Sabía cuándo estaba cerca de los racimos verdes por su vapor neutral, o de melones por el aire dulcete que los circundaba, o si había cítricos por la acidez que se proyectaba en el ambiente, o si iba a pisar los agrios lodos por la fetidez en descomposición de los detritus.
Además sabía que las bonanzas del campo abaratan el valor de los tubérculos y las canículas largas enrarecen los frutos. Observó que las malezas ahogan y es necesario troncharlas antes que aniquilen las siembras. Conoció de fumigaciones para matar las alimañas que, si se dejan de controlar, arruinan las cosechas. También de los elementos físicos que requieren las labranzas. Los machetes cortantes, ligeramente esféricos, que tronchan las hiervas malas y de las limas para restablecerles la intrepidez decapitadora de sus filos. Sabía literariamente de azadones para rasguñar la tierra, de medialunas para el destronque de las plataneras, y de semillas fertilizantes. Aunque sus manos jamás incursionaron en las faenas del agro, era un profesional teórico que pontificaba sobre las estaciones, anunciaba los veranos fuertes y también era agorero cuando contemplaba nubes cobrizas que viajaban apedazadas por los cielos, como anticipo de los diluvios torrenciales.
Vivió intensamente los bajos fondos sociales de Ginebra. Describió los hoscos semblantes de los homicidas, con torbellinos de surcos profundos, las caras pálidas, la mirada fría y las manos nudosas. Acuareló los estafadores de chispa rápida, malicia adivinatoria, palabra profusa, fabricadores de mundos artificiales. ¡Cuántos escondites conoció en el ajedrez que manejan los enamorados! Las ternuras contemplativas, las respiraciones anhelosas, los pasmos tensos que dejan los besos, los dedos entrecruzados mientras ruedan lágrimas de amor.
Jean Jacques fue un sociólogo. No erudito, sin la suficiencia de los escarbadores de papiros. Se sumergía en las entrañas de los acontecimientos. Veía lo que el vulgo no capta, sabía encontrar el epicentro de las conductas. Tenía el don de la intuición.
Gilberto Alzate, también tuvo entronques rurales. Además de su altanera sangre militar y de su parentela con las musas, invirtió sus ahorros en eriales incrustados en hostiles montañas. En San José del Palmar, en el Chocó, adquirió una tierra que solo producía escobadura. Esos barbechos le encunaron un excitante soplo de pulidas estéticas.
En prosa bucólica envió desde Sopó unas cartas que él firmaba con el seudónimo de Dionisio Elejalde. En esas crónicas, se explaya en retablos poéticos sobre el contorno campesino, describe el color de los rumiantes, la fortaleza de los cachos y el tamaño de las ubres gigantescas de una vacada pródiga, pincela las insistentes cabriolas de las novillonas en celos, y los galanteos zalameros de los canes. Alzate en esas esquelas escritas bajo el coqueto roce de un viento matinal, entreveraba sabidurías sobre el Estado. Como Jean Jacques, aprovechaba el mundo que bullía a su lado para descargar sus cogitaciones jurídicas. Parecerse a Núñez era su obsesión.
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