Era el silencio. La nada rodaba sobre un espacio sin horizontes, sumergida en noche tétrica que se balanceaba sobre abismos insondables. El Verbo de Dios renunciaba al diálogo para sostener una contemplación muda, de venias intercambiadas entre los integrantes de la Divina Trinidad. ¿Quién iba a perturbar esa infinitud? No el tiempo porque todo era estático, no el taladro punzante de los segundos que se convierten en calendarios, no las nubes que no existían, no las sombras que son andante reflejo de lo viviente. El silencio, -si pensarlo es posible- era un idioma insonoro en ese universo de oquedad.
Hasta que Dios habló. "Hágase la luz" fueron las primeras palabras que desabotonó su lengua para darle apertura a la creación. Por decisión ejecutiva del Altísimo se escuchó el estrépito de las olas, bajaron cantando los riachuelos, las aves poblaron los cielos y Adán y Eva, a tientas, aprendieron los abecedarios del amor.
El silencio tiene espacios no aprehensibles. La relación de las parejas comienza con un absorto silencio contemplativo. Dos seres se encuentran, circula una misteriosa empatía, se cargan los ojos de asombro, se estudian cimas y laderas antes de ser abiertas las esclusas de las palabras. Es un silencio preñado de interrogantes positivos que, sin despegar los labios, inicia caminos por los territorios del corazón. Los enamorados se blindan en el silencio. Sobra el diálogo para darle curso a las miradas penetrantes que, por elocuentes, se transforman en un mensaje que abate los estrechos linderos del idioma.
Hay un silencio libertario, sin reglamento, que se muda en empeño cavilante. Silencio que es fecundo, alegrado por las nacencias, hecho báculo en el viaje a la eternidad.
En el terreno jurídico el silencio es un derecho inviolable. Paradójicamente, el que calla, habla. Se atrinchera en una impenetrable torre ebúrnea de imposible escalamiento. Nadie puede ser invadido en ese territorio soberano. Quien se parapeta en un silencio vertical, no comprable ni intimidante, ostenta una majestad inerme que no puede ser subyugada por los jueces. Es un silencio nimbado de inocencia.
Es estentóreo el vozarrón de la naturaleza. Majestuoso es el silencio en el seno de las montañas, sacudidas por los ventarrones y aromadas por las florescencias. Poco se escucha en ese templo vegetal, de pronto violado por los saltos bruscos de las fieras o por el leve chasquido de unas pajas secas sensibles a las pisadas de pájaros saltarines. Ese es un silencio sin color, libre de matemáticas, de pronto arañado por la planta de los animales, o con el temblor que en los ramajes produce la fortaleza de los vientos mañaneros.
El silencio tiene dimensiones diferentes. Es piadoso y rezandero en los monasterios, abismal en las hondonadas, monosilábico en los caprichos del amor, espasmódico después del forcejeo de los sexos.
Beethoven glorificó el silencio. Vivió hacia adentro, en un ensimismamiento exploratorio. Siendo sordo, ¿cómo pudo escribir sus inmortales sinfonías, todas catedralicias, que la humanidad escuchará por los siglos de los siglos, con reverente admiración? ¿Cómo serían las revoluciones de su cerebro, qué atajos tomaría su imaginación, aislado de las escalas del sonido, para manejar las cadencias y la subyugante armonía? Sus sonatas, la orquestación de sus creaciones, ese canto frenético a la vida, la marcialidad exultante, hicieron de este sordo genial un fenómeno de inconmensurable grandeza.
Son muchas las dimensiones del silencio. ¿Cómo podremos adivinar las intimidades del sordo? ¿Qué transformaciones espirituales padecerá, aislado, solo testigo visual de un mundo que habla, gesticula, se agita, manotea, actor en un teatro que puede calificar como ridículo?
El sordo, con su silencio a cuestas, tiene, inevitablemente, que vivir en otros tiempos psicológicos, con una proyección limitada de la vida, siempre comparándose con un mundo que se expresa en gestos. Si el sordo no oye tendrá que convertirse en adivino para descifrar los mensajes que le llegan. Es el idioma del ojo que enciende su mirada; es la voz que mastica palabras; son las manos dinámicas y los músculos tensos, es un universo que desconoce la quietud. Ese entorno debe ser interpretado por el sordo con la indescifrable dimensión de lo arcano.
El silencio es majestuoso. Tiene el esplendor de las iglesias y la introversión del misterio. Por eso los conventos cartujanos son aislados, amarrados a las breñas, dentro de una opresora naturaleza de bosques. Los monjes que escogen la vocación del silencio como norma de vida, son unos poetas. Hablan con el céfiro, interpretan el nervioso viaje de las nubes, atesoran auditivamente el susurro de las cañadas, aprehenden el alegre trino de los pájaros, hacen del silencio no un cilicio, sino un altanero castillo de libertad.
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