María Carolina Giraldo


En diciembre pasado, la ministra de Relaciones Exteriores, María Ángela Holguín, pidió retirar un aviso publicitario de la serie Narcos de Netflix, que estaba situada en lugar turístico de Madrid, que tenía la imagen del actor que encarna a Pablo Escobar y el lema “Oh, blanca Navidad.” Ahora, a través de las redes sociales y cadenas de WhatsApp se pide a la gente que no vea la serie de Popeye, ni la de Hugo Chávez.
Para la canciller, así como para aquellos que buscan el boicot a las programas sobre narcotraficantes, sicarios y caudillos, es fundamental pasar la página y vender una mejor cara del país, de los colombianos y de las cosas buenas que por acá se hacen. Lo que encuentro, particularmente, sorprendente es que estas series tengan audiencia en Colombia, como si no fuera suficiente con el periódico, con la radio, con los eventos públicos, con las publicaciones académicas ¿llegar cansado después de un día de trabajo y seguir consumiendo más de lo mismo?
Lo que no parece coherente es el mensaje de pasar la página y echar al olvido lo que somos y hemos sido. Los alemanes tienen que soportar miles de películas, series, documentales, investigaciones, literatura sobre la guerra, el holocausto y, por supuesto, Hitler (es más, es común que en algunos países comparen a los políticos de turno con éste y sus segundos al mando). Los argentinos y chilenos llevan años produciendo contenidos sobre sus dictaduras, los desaparecidos, los torturados, los asesinados. Así van construyendo la memoria, dignificando a las víctimas y fortaleciendo el mensaje de que cosas como esas no pueden volver a ocurrir nunca más.
No se hacen películas y series solo de virtuosos; la guerra, la violencia, las atrocidades, la injusticia han sido un tema reiterativo de la literatura, el teatro, el cine, la televisión y las artes plásticas. No todo aquel que sale en una pantalla es un héroe, pero también tiene cosas para decirnos, aunque consumir estos productos pueda resultarnos contestatario y hacernos sentir incómodos. En este contexto, cuando desde la artes se recrea la historia, lo digno ocurre cuando se reivindica la justicia, el respecto, la igualdad. Lo grave, el límite que no hay que pasar, es cuando una narrativa de una situación ilícita o atroz termina convertida en una apología al delito.
Vendrán muchos años más en los que un buen número de producciones culturales giren en torno a nuestra guerra, el paramilitarismo, la guerrilla, los secuestros, el narcotráfico, los vínculos de los políticos con estos temas… Sin embargo, con esa nueva tendencia de creernos todo lo que nos dicen, hay que exigir mucho de estos contenidos. No de que se produzcan, reproduzcan, publiquen o se consuman, sino de la información que ellos contienen. Que no terminen convirtiendo criminales en héroes, caudillos en próceres y culturas delictivas en modelos sociales dignos de imitar.
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