Augusto Morales


Los países democráticos se precian de no tener voto obligatorio, pero ello va necesariamente ligado al desarrollo cultural y madurez política de su sociedad. Ninguna democracia es perfecta, pero la colombiana es, desafortunadamente, imperfecta.
En nuestro país se tiene consagrado el voto no solo como un "derecho" (político) sino como un "deber" (ciudadano, social), como quiera que con él, de un lado, se obtienen prerrogativas tales como elegir; crear o conformar partidos o movimientos políticos; participar en referendos, plebiscitos, etc., y se adquieren beneficios por su ejercicio (derecho preferencial en el ingreso a las universidades; rebaja de tiempo para los conscriptos; merma en matrícula en universidades públicas, etc.); de otro, se adquieren responsabilidades surgidas del principio de solidaridad y, por lo mismo, se debe participar o contribuir con los designios del Estado y de la sociedad. El voto es el 'arma' más efectiva dentro de una democracia, pero en términos generales los ciudadanos en Colombia no lo ejercen, no lo saben hacer, o no les interesa, acomodándose así a lo que decidan con el voto los demás.
Las costumbres políticas criollas han sumido en el más grave deterioro moral a nuestra democracia, puesto que con ellas se ha cimentado la corrupción en todos los niveles, pulula el tráfico de influencias y otros delitos electorales; y las elecciones se convierten prácticamente en una mercadería. Si no hay canonjías los votos son escasos, como acaba de acontecer con la jornada del plebiscito para la paz.
En la actualidad 34 millones de colombianos conformamos el “censo electoral”, es decir, los que somos hábiles o aptos para sufragar, de los cuales apenas escasos 12,8 millones expresamente nos pronunciamos por la pacificación de Colombia, lejos de haber sido siquiera la mitad (17 millones), lo que constituye, si no una grave irresponsabilidad por omitir ese sagrado deber ciudadano, sí una gran insolidaridad por parte de los aproximadamente 21 millones de abstencionistas, situación a mi modo de ver deplorable y decepcionante, máxime tratándose de un asunto de semejante envergadura, que debía considerarse como el acto y manifestación políticos más importante en toda nuestra vida republicana desde 1886, pero resultaron bastante precarios.
Las manifestaciones públicas que por estos días se realizan en algunas capitales del país, cuyos registros por los medios de comunicación parecen superar el número de votantes del 2 de octubre último, resultan de cierto modo extemporáneas, pues ellas debieron traducirse en votos aquel día. Y, a decir verdad, la limitadísima votación lograda constituye apenas otro débil soporte sobre el que descansa el armazón o maderamen de nuestra democracia.
El conformismo de los abstencionistas -que son la mayoría- impide mejorar nuestras instituciones, generar mayores y mejores controles, optimizar el quehacer de los dirigentes y adoptar las decisiones que más interesan para el progreso de la sociedad; por eso el fenómeno debe ser contrarrestado, más que con estímulos como los anotados, estableciendo el voto obligatorio así sea para determinadas materias trascendentales como este de la paz, para la elección de congresistas, presidente y vicepresidente de la República, para decidir sobre el aborto, o sobre la adopción por parejas del mismo sexo, entre otros; solo de este modo seremos todos responsables del diseño y futuro de nuestra patria.
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