Dos noticias sobre la pena de muerte ocuparon la atención de la Comunidad Internacional la semana pasada, ambas fueron calificadas de crueles y generaron diversos tipos de reacciones en las organizaciones defensoras de los derechos humanos en el mundo. La primera, los relatos sobre la crueldad de la agonía del reo Clayton Lockett, en su ejecución en la cárcel estatal de McAlester, en el Estado Oklahoma, Estados Unidos.
Un afroamericano de 38 años, quién había sido condenado a muerte hacía 14 años por el asesinato de una joven de 19 años. La segunda, la condena en Egipto a la pena de muerte de 528 seguidores del depuesto presidente Mohamed Mursi.
En el caso egipcio lo que más me ruborizo al leer la noticia fue que el juez, Said Yusef, responsable de la condena de los 528 presos, también condenó al patíbulo a otras 683 personas, entre las cuales al guía Supremo de la organización política de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Badía. Las organizaciones de Derechos Humanos Internacionales no salen del asombro cómo un solo juez ha condenado de un plumazo a 1.211 personas y ningún país se haya pronunciado en contra del exterminio político de los opositores del régimen egipcio.
Ahora en EE.UU. no es la primera vez que la ejecución de un reo causa revuelo desde que se revivió la pena de muerte en 1976. Las estadísticas hablan que en estos 38 años han sido ejecutados 1.378 reos y todavía 3.300 condenados esperan en los corredores de la muerte, el día de su juicio final.
En EE. UU., un condenado dura un promedio de 15 años en los corredores de la muerte y su tortura sicológica es atroz. El caso del reo Lockett como el de otros que han sobrevivido a las espeluznantes ejecuciones hacen parte de la horrorosa historia de la aplicación de la pena de muerte en un país que se autoproclama guardián de la libertad y adalid de la defensa de los derechos humanos en el mundo. Sin embargo, en 32 de sus 50 Estados sigue vigente uno de los sistemas más crueles y degradantes de impartir justicia y está entre los 68 países que no han abolido esta condenable práctica en el mundo.
Se ha demostrado que la aplicación de la pena de muerte en EE. UU. se hace con la lupa racial, los juicios son parcializados y discriminatorios: la mayoría de los condenados son negros y latinos. Los estudios sobre la pena de muerte demuestran que la justicia gringa "valora más la vida de las personas blancas que la vida de personas negras y latinas". Los negros son el 12% de la población estadounidense y sobre ellos recaen más del 45% de los condenados a la pena de muerte, dos de cada tres reos ejecutados son negros o latinos.
Los estudios de varias Universidades y de organizaciones abolicionistas demuestran que hay una tendencia que los negros sean más condenados a la muerte. En un estudio de la Universidad de Yale se concluyó que la probabilidad de que personas negras sean condenadas a muerte son tres veces más alta que la de los acusados blancos en casos donde la víctima también es blanca y en los casos de condenas por crímenes interracial se demuestra que se ejecuta a un promedio de 13 negros por cada blanco.
Según Amnistía Internacional la mayoría de los crímenes en EE.UU. son cometidos por criminales contra víctimas de la misma etnia. Pero en los últimos años un promedio de 200 negros han sido ejecutados por asesinar a personas blancas, cifra 15 veces menor que los números de blancos que han sido ejecutados por asesinar a negros.
En conclusión: no es que los negros son más asesinos que los blancos cómo se observa en los estereotipos racistas en las películas gringas, sino un sistema judicial que los condena con mayor vehemencia por el color de su piel y ese es uno de los factores que más influye sobre la vigencia de la pena de muerte en la tierra de la "libertad".
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