Jorge Enrique Robledo


El espectáculo de la Universidad San Martín, bien llamada el Saludcoop de la educación, y el hasta más grotesco de la Autónoma del Caribe, son la punta del iceberg del sistema de privatización de la universidad colombiana. En otro país, no tan sometido al tapen-tapen presidencial, habría un gran debate.
No puede negarse la importancia decisiva que para las personas y los países tiene el desarrollo del conocimiento y, con este, del sistema educativo donde se crea, transmite y acumula. “La riqueza básica de un país está dada por el nivel intelectual de su población”, dice Rodolfo Llinás, quien además anota algo de mucha actualidad: “Las riquezas naturales se pueden ganar o perder (ejemplo: el petróleo)” (Lecturas El Tiempo, May.25.08). Y el análisis honrado concluirá que la educación debe ser universal, es decir, para todos, en sus diferentes tipos y niveles y según las capacidades de cada uno. Si la época no fuera de tantas trampas, sobraría subrayar que también debe ser de calidad. La dificultad reside en sus altos costos -para millones de personas y desde el preescolar hasta los posgrados- y en que son legiones los que no pueden pagar ninguna o pagarla poca o de mala calidad.
De ahí que la consigna de la educación universal naciera acompañada con la de su carácter gratuito y pagada por el Estado, porque de otra forma no puede alcanzarse. Y a ello se sumó definirla como derecho, para resaltarle su importancia y convertirla en un deber del Estado, la principal fuerza económica de cualquier sociedad. Probablemente sea esta la mayor revolución de la historia. No sobra agregar que estas ideas son parte de los cambios democráticos que llegaron con el capitalismo y que el neoliberalismo busca destruir.
La contradicción con la educación privada, entonces, no se origina en un prurito estatista. Es en lo fundamental de índole práctica. Consiste, de una parte, en que el pago de matrículas excluye a los más pobres hasta de las peores instituciones educativas. Y de la otra, en que la calidad de la educación es proporcional a la capacidad de pago de los estudiantes: excelente para los más adinerados -la matrícula en Harvard cuesta 35 mil dólares al año, y también goza de subsidios- y mediocre o mala para las capas medias que puedan pagarla, aun alimentándose menos y asumiendo deudas impagables.
A pesar de que resulta irrefutable la importancia de la educación y de que debe ser universal, gratuita y pagada por el Estado, en Colombia la política ha sido la de no valorarla como se debiera, excluir de ella a muchos y, desde el neoliberalismo, promover que sea cada vez más privatizada, entendida esta de dos maneras. Ya más de la mitad de la matrícula corresponde a universidades privadas, en general malas o mediocres. Y aumenta el parecido de las públicas con las peores privadas: financiación escasa frente a lo que requiere la calidad -su déficit supera los 13 billones de pesos-, matrículas costosas, profesores de cátedra, sobrecargados y mal pagos, deficientes laboratorios y bibliotecas, hacinamiento en las aulas, etc.
Aunque parezca mentira por lo pernicioso, Santos intentó eliminar la prohibición legal del ánimo de lucro en las universidades privadas y, con las mixtas, poner las públicas al servicio de la ganancia de los particulares. Afortunadamente, el estudiantado y la MANE derrotaron semejante despropósito, determinado por el TLC con Estados Unidos. Lo inaceptable de que haya utilidades es que se empeoran las limitaciones estructurales de las instituciones privadas, porque se convierten en ganancias los dineros de las matrículas que deberían ir a la calidad. Francisco Piedrahíta, rector de la universidad privada Icesi, ha explicado por qué rechazar las ganancias en las universidades (http://bit.ly/1p5Kbr3).
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