José Jaramillo


No se justifica que después de crearse en Colombia el Departamento Nacional de Planeación, hace ya largo de 50 años, sigan sucediendo casos aberrantes de imprevisión, deficiente interventoría, sobrecostos y daños al ecosistema, entre otros, que atrasan las obras indispensables para el desarrollo del país, su economía y el bienestar de las comunidades; se quedan inconclusas, para que ingresen al museo de los “elefantes blancos”; o cuestan finalmente dos o tres veces más de lo calculado inicialmente, porque el “cartel de la contratación”, de la mano de los políticos patrocinadores y beneficiarios, ha impuesto un modelo de “arranquemos que en el camino se arreglan las cargas”, que quiere decir que lo importante es echarle mano al contrato, recibir el anticipo, subcontratar, hacer monumentales desbarates y después dejar los trabajos al “baño María”, es decir, tibios, para que no suelten el hervor nunca, pero tampoco se enfríen del todo.
Casos hay por cantidades a lo largo y ancho del país, que mantienen necesidades insatisfechas de las comunidades, pese a que los dineros se han girado oportunamente para ejecutar las obras; éstas se hicieron a medias o mal hechas; se han dilatado con infinidad de pleitos que inexorablemente pierde el Estado, es decir el país; han sufrido continuos ajustes en los costos; ha habido necesidad de corregir los diseños, porque no se previeron daños ambientales; no se han hecho efectivas las compras de predios, pese a existir una ley que reconoce el interés general, para que se expropie por vía administrativa, por la intervención de políticos amigos de los propietarios, o por la perversa utilización de tutelas… En fin, los casos han sido una constante en la historia nacional; tan conocidos que puede decirse que “por sabidos se callan”, que es lo que ha hecho con ellos la impunidad.
Así, por encimita, está el caso del Túnel de la Línea, que es una obra indispensable para comunicar el centro del país con el occidente, y aproximar los centros de producción y consumo con el puerto de Buenaventura, el más importante del país; y cada vez más, por las relaciones comerciales del litoral Pacífico con el Lejano Oriente. Cuando por fin se acometió la obra, después de “echarle cabeza” por muchas décadas, ha padecido toda clase de demoras, lo que no impide que cada que se ejecuta un tramo se haga la correspondiente inauguración; al contratista, cuando apenas había ejecutado el 70% de la obra, ya se le había cancelado el 98% del costo total; y nadie previó los daños a fuentes de agua que abastecen acueductos municipales, lo que ha obligado a la Defensoría del Pueblo del Quindío a presentar un rosario de demandas que han paralizado varias veces los trabajos.
Y para redondear la faena, ahora se denuncia que la flamante Refinería de Cartagena, que reduciría considerablemente la importación de gasolina, con inmenso beneficio para la economía del país, tuvo sobrecostos de más del ciento por ciento, que se tragan lo que la Nación va a recibir por la venta de Isagén. Y la firma contratista empaca maletas para irse para su país de origen, los Estados Unidos, llevándose en sus maletas los documentos que la comprometen, según ha denunciado, ¡apenas ahora!, el Contralor General de la Nación. Ahí sí vale decir: “Después de ojo sacado, no hay santa Lucía que valga”.
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