José Jaramillo


El hombre, el ser humano, de acuerdo con la conclusión a la que llegó Platón, es un “animal racional”. Es decir que, distinto a las demás especies animales, que obran por instinto, el homo sapiens, como él mismo se definió en latín para que la expresión resultara más refinada, tiene la capacidad de discernir, no siempre para obrar correctamente. El instinto es certero, mientras que el raciocinio puede resultar errático.
Por eso “al perro no lo capan dos veces”, mientras que el hombre se tropieza dos veces con la misma piedra y después se devuelve, furioso, a darle patadas. Un término medio son los antropoides (monos, gorilas y semejantes), muchas de cuyas características antropomórficas y sus conductas, que parecen racionales, se aproximan al ser humano, pero prefieren pasar por irracionales para que no los hagan vestir y los pongan a trabajar. Además, muchos de los conocimientos adquiridos por el hombre, gracias a su racionalidad, a los otros animales les resultan contraproducentes. Y algún autor confirma este aserto con el ejemplo de que, si a las palomas mensajeras y a las aves migratorias les enseñan geografía, se pierden.
Llama la atención que, mientras los animales en todas partes obran de acuerdo con las características de su especie, los hombres tienen distintas formas de obrar y de pensar, señaladas por la ubicación geográfica, la raza, el clima, la espiritualidad, el ordenamiento político y las expresiones artísticas, entre otras. Pero comparten dos tendencias que les son comunes: el instinto guerrero y la codicia.
Todos los pueblos y todos los individuos, en todos los rincones de los continentes, coinciden en sus sistemas de lucha, que no difieren mucho, y con la tendencia a acumular bienes. Mientras que los animales solo luchan por la supervivencia y procuran conseguir apenas lo necesario para alimentarse y alimentar sus crías, los hombres pelean por la supremacía sobre los demás de su especie y coleccionan cosas. Muchas veces al costo de aguantar hambre por no gastar y tener más. Además, un animal jamás destruye su hábitat, ni conquista los espacios de los demás y menos, estando lleno, le arrebata la comida a otro.
Alguien dirá que no pueden hacerse parangones entre animales y hombres, invocando la supremacía del “rey de la creación”, pero lo que se está viendo en el mundo permite deducir que las cosas están al revés. Basta con mirar los documentales de Animal Planet, en los que se registran las proezas de perros lazarillos, elefantes que construyen represas, palomas que llevan mensajes intercontinentales y delfines que rescatan náufragos y se puede pensar que ellos lo harían mejor como presidentes de países “hermanos”, o como congresistas.
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