José Jaramillo


Vistas las cosas en perspectiva, hasta donde se recuerdan las enseñanzas de la historia, el devenir humano ha sido una constante de construir y destruir, por la creatividad de unos y la agresividad de otros. Y, paradójicamente, buena parte del ingenio de los creativos ha ido puesto al servicio de los violentos, para construir instrumentos que sirvan a la lucha armada, que por el desarrollo tecnológico progresivo son cada vez más letales.
Los ciclos históricos se miden por la sucesión de guerras provocadas para conquistar o invadir territorios, y después para liberarlos. Y los intercambios culturales y los cruces raciales, de los que se han ufanado los conquistadores, no han sido otra cosa que desarraigos violentos de culturas autóctonas y violaciones de doncellas sometidas. Los adalides de tales eventos encabezan los “titulares” de todos los textos históricos y han sido objeto de infinidad de expresiones artísticas, incluido el cine, que en forma recurrente y de acuerdo con el estilo de guionistas de ocasión, nunca agotará el tema. Como ejemplos pueden citarse Alejandro Magno, Napoleón Bonaparte y Adolfo Hitler, caudillos de los más grandes desastres de la humanidad; y en la orilla opuesta, la de los libertadores, brillará siempre Simón Bolívar, quien jamás invadió un territorio. Su trabajo fue liberar a buena parte de Hispanoamérica del yugo chapetón, víctima por siglos de la explotación de los monarcas españoles.
Lo triste de este cuento es que buena parte de la mano de obra de muchas generaciones, e incalculables recursos económicos, se han utilizado para la guerra, cuando hubieran sido más útiles en la producción de bienestar y comodidades para los pueblos. Bertrand Russell, en su libro “Los Caminos de la Libertad”, escrito en 1918, calculaba que en ese momento de la Primera Guerra Mundial casi la mitad de la población laboral de Europa se ocupaba de la guerra o de la fabricación de armas y municiones. Antes, Alejandro Magno, tocado de la vanidad de conquistador; y Napoleón, quien no se conformaba con ser emperador de Francia, sino que quería serlo de toda Europa, regaron inmensos territorios de desolación y miseria, que fueron los legados mayores que le dejaron a la humanidad. Y después Hitler, otro arrogante megalómano, provocó un desastre del que no se terminará de hablar nunca, y de lamentarse de él la humanidad.
La pregunta es: ¿Será que el hombre de ahora, el “civilizado”, no aprenderá por fin a vivir en paz? Es posible que no, porque el instinto guerrero de los humanos hace parte de su esencia. Pero, mientras haya adalides y gobernantes que orienten a sus pueblos por senderos de paz y progreso, hay que seguir intentándolo. Y los leguleyos, que siempre encuentran un inciso del cual pegarse para decir que nada es posible, que se queden hablando solos.
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