José Jaramillo


Este cronista no suele tratar asuntos personales en sus columnas, porque entiende su labor, y la de sus homólogos, como de análisis de sucesos de toda índole: política, económica, social, deportiva, cultural, etcétera, para orientar a esa masa informe y gaseosa que llaman los sociólogos “opinión pública”, que nadie sabe exactamente qué es, dónde se encuentra y para qué sirve. Pero ante la inminencia de acabar con una guerra irregular entre el Estado colombiano y las Farc, que data de hace 50 años largos, es necesario informarles a los que llegaron recientemente a este mundo y no les han tocado en escuelas y colegios clases de historia patria, que la cosa es más “honda”. Es decir, que la violencia viene de mucho más atrás; y que las víctimas siempre existieron, solo que hasta ahora se habla de reconocimiento e indemnización, lo que para algunos vivos ha sido un magnífico negocio. Yo también fui víctima de la violencia cuando apenas era un niño y no sé si el caso habrá prescrito o todavía puedo reclamar indemnización oficial, por lesiones personales y daño sicológico.
El cuento fue así. Mi familia vivía en Circasia, pero los tíos y abuelos estaban en La Tebaida, adonde me mandaban en vacaciones a pasar unos días, para tomar leche recién ordeñada, que el abuelo vertía directamente de la ubre de la vaca a una taza con panela raspada; ir con los primos al río Espejo a bañarnos en un charco que nosotros mismos hacíamos represando el cauce con piedras, para poder clavar desde el puente; y aprender a montar en bicicleta. Era la época de la violencia política y estaban en boga unos siniestros personajes que se identificaban como los “pájaros”, cuya misión institucional era acabar con los liberales. Todos provenían de Boyacá y Santander del Sur y, como no conocían a la gente del pueblo ni distinguían sus colores políticos, se apoyaban en unos personajes llamados “señaladores”.
En una de esas veces, cuando apenas tenía doce años, me bajé del carro en la plaza de La Tebaida, y había un incendio en la ferretería de “los pereiranos”. Al acercarme a ver qué pasaba, por novelero me cayó un policía chulavita, el “Mono” Sepúlveda, que quién sabe cómo diablos supo que yo era de la familia de los Mejías, liberales todos, y me pegó unos planazos. Mis tíos, por recomendación de Arturo, se quedaron quietos, porque entendieron que era una provocación y si reaccionaban las consecuencias podrían ser funestas.
A mí, a pesar del largo tiempo transcurrido, todavía me duele la espalda; y por muchos años permaneció en mi subconsciente un miedo-pánico a los pájaros, especialmente a los azulejos. No sé si todavía puedo reclamar indemnización por daños físicos y sicológicos, o el caso ya prescribió.
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