José Jaramillo


Cuando Abraham Lincoln se posesionó como presidente de los Estados Unidos, en 1860, una de cuyas banderas electorales era la liberación de los esclavos, la reacción de los estados del sur, de vocación agrícola, provocó la Guerra de Secesión, con la que pretendían independizarse del norte, porque para los ricos productores de algodón, y otras materias primas, la esclavitud era un negocio redondo, en el sentido de que la mano de obra no les costaba más que la mala alimentación de los trabajadores negros y un rincón y una esterilla donde tirarse a dormir. Y los vientres de las esclavas eran fuente inagotable de mano de obra. Como una ganadería, donde el trabajo no es sino tener la primera cría. Con la diferencia de que el ganado requiera mucho más espacio que unas parejas de negros. Y los ricos de Alabama, y de los diez estados restantes en conflicto, veían las cosas así, partiendo de la base de que los negros no eran seres humanos, sino animales. Idea que aún está vigente para los extremistas blancos, que se oponen a cualquier medida oficial que favorezca a los nativos e inmigrantes de piel achocolatada.
El calvario de Lincoln fue tratar de que el Congreso de la Unión aprobara la 13ª enmienda de la Constitución, que aboliera la esclavitud; y, de paso, acabar con la guerra que desangraba al país. La historia, bien conocida, está magistralmente dramatizada en la película Lincoln, protagonizada por Daniel Day-Lewis y dirigida por Steven Spielberg. En ella se describe cómo el mandatario estadounidense utilizó todos los argumentos de la mecánica política, para conseguir los votos necesarios en el Congreso que aprobaran su iniciativa, que no siempre son ortodoxos. Lincoln, personalmente, y a través de sus colaboradores, trabajó uno por uno a los legisladores, utilizando las herramientas del poder, como los puestos públicos y los contratos; y hasta marrullas, como descubrir una organización mafiosa que les prestaba dinero a algunos congresistas y conseguir que ella los convenciera de votar favorablemente la enmienda, a cambio de que el gobierno se hiciera el de la oreja mocha con sus actividades usureras.
Finalmente, la enmienda se aprobó y los esclavos fueron libres. Y la guerra terminó, advirtiéndole el presidente Lincoln al comandante de las fuerzas federales que no hubiera retaliación con los vencidos. Que la victoria fuera generosa. Pero los inspiradores de la guerra, y los perdedores en el Congreso en el debate por abolir la esclavitud, no se resignaron; la piquiña racista no se les quitó, ni se les ha quitado. Entonces se desahogaron asesinando al presidente Lincoln.
Las grandes causas tienen precios muy altos, que cobra el poder económico. La oposición al proceso de paz en Colombia de los poseedores de tierras mal habidas, y de los políticos beneficiarios de ellos, no es coincidencia.
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