José Jaramillo


El sistema parlamentario (nacional, regional y local), en la inmensa mayoría de los países que lo practica, utiliza métodos perversos para que sus miembros permanezcan indefinidamente en las curules; y mantengan sometidos a sus designios a los otros dos poderes, que completan el trípode en el que se sostienen las democracias: el ejecutivo y el judicial. Y, adicionalmente, el legislativo se ha convertido en un negocio muy lucrativo, razón por la cual tantos aspiran a ser “padres de la patria” (el departamento o el municipio), en lo que invierten fortunas, que en sana lógica resultan extravagantes.
Aparecen entonces detrás de los “honorables”, los inversionistas que financian las campañas tras los beneficios del poder, como burocracia y contratos oficiales de todo tipo. Ese sistema funciona así desde tiempos inmemoriales, sin que se vislumbre ninguna posibilidad de que “san Juan agache el dedo”. ¿Por qué? Porque en las cámaras legislativas se estudian y aprueban las leyes (u ordenanzas y acuerdos) que con carácter de obligatoriedad regulan el sistema gubernamental y la justicia, y los votos para conseguir las mayorías necesarias para aprobarlos se tasan de diferentes maneras.
Algunos casos al azar, sucedidos en un período relativamente corto en la historia, confirman el aserto. La aprobación de la reforma constitucional del 68, durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), fue posible porque a los congresistas se les compró el voto, a regañadientes del presidente, con los “auxilios parlamentarios”, que muchos, valga la verdad, invirtieron en el desarrollo de sus regiones, pero a otros se les volvió plata de bolsillo, a través de fundaciones de fachada, cuyos nobles objetivos institucionales no se cumplían, pero la plata sí se gastaba, con documentos apócrifos.
Después, durante el célebre Proceso 8.000, cuando el presidente Samper (1994-1998) fue investigado por la comisión de acusaciones de la Cámara de Representantes, su juez natural, por corrupción en los procedimientos que lo llevaron al poder, su fiel escudero, Horacio Serpa, entonces ministro de Gobierno, se inventó una figura que llamó “pacto de gobernabilidad”, que consistió en entregarles a los parlamentarios el manejo de los entes territoriales dependientes del gobierno central, o en los que la Nación tenía mayoría accionaria, para que quitaran y pusieran en ellos a su amaño. El resultado fue que muchos, casi todos, tuvieron que ser liquidados o vendidos después, porque se quebraron, saturados de burocracia inoficiosa y contratos absurdos. Pero el presidente Samper fue absuelto.
Esos dos casos son protuberantes, pero, por supuesto, hay más, que sería largo reseñar. Pero el punto al que quiere llegar este comentario es al de los cargos con “dueño”, que los políticos reclaman como contraprestación al apoyo que les dan a funcionarios y magistrados, tanto que sin ningún pudor dicen que tal ministerio, secretaría, hidroeléctrica, superintendencia, o cualquier otro cargo, a todos los niveles, “es mío”. Y ¡ay! del que lo toque, porque para eso está el recurso de atravesarse en la aprobación de leyes, ordenanzas y acuerdos; y en la elección de magistrados, procuradores y fiscales, porque “el poder es para poder”.
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