Jaime Escobar Herrera


A pesar de los ingentes esfuerzos hechos por Colombia para buscar la paz, se siguen registrando unas impactantes cifras por el posicionamiento en América Latina y el Caribe como uno de los países que más gasta en combatir la criminalidad y la violencia. Esto sin tener en cuenta los costos de la guerra y el terrorismo, lo cual dispararía los indicadores haciéndolos insuperables entre los países de la región.
Un millón doscientos sesenta mil pesos al año, le cuesta a cada colombiano la seguridad, es decir, con estos recursos utilizados, se deja de construir infraestructura y atención en salud.
Gastamos en estos renglones, y además debemos atender las fuerzas militares y de policía, el aparato judicial y los programas de prevención.
Hasta hace muy poco, el 30% de las víctimas las aportaba el conflicto armado, y era el referente de Colombia como país violento, sin descartar el resto de víctimas que mueren por la intolerancia y la poca convivencia ciudadana. No vayamos a permitir que los actores de parte de ese 30%, pasen a nutrir las cifras verificadas como delincuentes comunes.
Hay que revisar con urgencia el poco respeto que se tiene por la vida en Colombia. Tenemos 27 muertos dolosos por cada 100 mil habitantes, superando a Brasil con 25,9 ya México con 16,6, ambos colosos latinoamericanos.
El interrogante es el deterioro de la malla social de nuestros pueblos hundidos en la desesperanza y el futuro de las comunidades latinoamericanas. En México el narcotráfico con todas sus manifestaciones violentas; en Centroamérica el fenómeno de los Maras convirtió a Honduras, Guatemala y el Salvador en territorio de pandillas incontrolables; Venezuela con violencia oficial y las protestas de la oposición; en Brasil la guerra por el dominio de las favelas y en Colombia, los reductos de la Farc, el Eln y las estructuras paramilitares.
Preocupa cómo los indicadores delincuenciales aumentan y cada día los colombianos estamos sometidos a vivir en la temeridad. Delitos que habían desaparecido vuelven a intimidar a los pobladores de muchas regiones, las autoridades de policía luchan sin descanso por mantener el orden y la justicia se quedan cortas, perdiendo credibilidad ante la sociedad.
La ciudadanía pide más pie de fuerza y unidades policiales, reestructuración de la Fiscalía y de los organismos de investigación. Las autoridades civiles prometen leyes apropiadas a la actualidad nacional, nuevo Código de Policía, incremento en la Rama Judicial, y sin embargo los resultados no se aprecian.
Estamos en mora de buscar respuestas claras acerca de la degradación y la pérdida de valores de nuestros connacionales, una masacre o una horripilante violación de una niña, como la ocurrida en Bogotá, no solo deben terminar con los responsables tras las rejas, sino suministrar elementos de estudio e investigación para las universidades y sus facultades de Sicología, Sociología, Siquiatría y Ciencias Forenses. El Estado está en deuda con su pueblo, y es quien debe aclarar y con prontitud las causas de las manifestaciones delictivas que marcan cada día, dejando historias sin concluir. Familias y comunidades, merecen el esclarecimiento de tantos hechos abominables.
Somos alegres, trabajadores, emprendedores, solidarios y con una capacidad para sortear la adversidad, pero cuando el detonante violento aparece, nos ubica en unos seres desadaptados y con una mínima condición de convivencia. Nuestra patria se desangra por la intolerancia. Colombia se mantiene de luto y ahora cuando se silencien los fusiles de los actores del conflicto armado, debemos cambiar la hostilidad reinante en nuestros estamentos sociales, por una armonía donde los principios básicos sean el respeto, la tolerancia y la aceptación de los demás.
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