Manizales es una de las pocas ciudades en Colombia que conserva su plaza de mercado en el centro de la ciudad. No por voluntad propia, sino porque Infimanizales, entidad encargada de su administración en representación del sector público, aún no logra conseguir el socio estratégico que la transforme en un shopping center. Mientras llegan esos capitales para destruir uno de nuestros mayores valores culturales y simbólicos, no han sido pocos los intentos por fracturarla, debilitarla o desmembrarla, separando a los supuestos “mayoristas” de los pequeños comerciantes de frutas, verduras o abastos.
En Bucaramanga está sucediendo algo parecido, pero la organización de los vendedores de las diferentes plazas, ha desatado las sinergias necesarias para evitar uno de los fenómenos que más contribuye a su deterioro como son las ventas ambulantes sobre el espacio público en sus alrededores. Los antiguos edificios hoy lucen relucientes y enaltecen la arquitectura y el urbanismo de los barrios en los cuales se insertan.
En cambio en Bogotá, las últimas administraciones se han opuesto a la privatización de una red muy amplia de plazas de mercado en diferentes localidades. Su esfuerzo ha estado en la reestructuración administrativa y en la modificación de los imaginarios de los comerciantes pequeños y medianos para fortalecer sus valores más preciados como la distribución ordenada de alimentos a precios asequibles, lugar de encuentro ciudadano y disfrute de la gastronomía popular con calidad e higiene. Y a la postre que lo han conseguido, ampliando la oferta de servicios e incorporándolas a las redes de turismo de la ciudad.
Lo que esto significa en términos prácticos es desmentir la tesis de que la única opción que tienen las plazas de mercado es desaparecer porque su correlato de modernidad y progreso son los shopping center.
Ni siquiera ciudades tan globales como Barcelona han tomado la decisión de acabarlas. En casi todas las ciudades europeas las plazas de mercado siguen siendo tan vitales como antes. Sus edificios de estructuras metálicas, heredadas del auge de los llamados “palacios de cristal” de finales del siglo XIX, continúan albergando estas actividades y constituyéndose en lugares atractivos de comercio y turismo internacional.
También en América Latina se encuentran plazas de mercado emblemáticas en pleno corazón de ciudades como Cusco, Bello Horizonte, Buenos Aires o Santiago. En Cusco sobresalen la arquitectura metálica de sus techos junto con los restaurantes y los tejidos indígenas; en Bello Horizonte la famosa Feijoada, plato típico del Brasil, junto con la remodelación de un antiguo edificio fabril en cuyo interior se pueden divisar algunos rastros de su arquitectura. En Buenos Aires el edificio de estructura metálica de la plaza de San Telmo, entre otras, se integra al circuito turístico de calles peatonales y restaurantes típicos. Y en Santiago, la plaza de mercado más antigua se especializó en la distribución de productos del mar, mientras que su patio central bellamente restaurado, alberga una oferta muy amplia de restaurantes para disfrutar de la gastronomía marina; al otro lado del río Mapocho, que en un tiempo fue el límite de crecimiento del centro de la ciudad, surgió una nueva plaza de alimentos, más amplia y de arquitectura más moderna, que se integra al paisaje y contribuye a dinamizar el comercio de abarrotes circundante.
Entre tanto, también queda como evidencia de las torpezas del libre mercado, los procesos de “esterilización” de plazas de mercado emblemáticas integradas a Grandes Proyectos de renovación urbana que convirtieron esos hermosos lugares en Shopping Center y Parques Temáticos, carentes de sentido de lugar y de memoria. El Mercado Sur de Guayaquil convertido en centro de exposiciones dentro del llamado Malecón 2000, un gran proyecto de espacio público privatizado por el Banco La Previsora sobre los antiguos astilleros del río Guayas. Y también el famoso Mercado de Abasto en el centro de Buenos Aires, en donde podríamos vernos reflejados si no se modifican las políticas actuales; un conjunto urbano transformado por el inversionista Soros en shopping y torres de vivienda cerradas, cuyo único fin fue la generación de rentas inmobiliarias sin producir los efectos de irradiación esperados en los barrios aledaños donde Gardel inició su carrera musical en los bares de arrabal.
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