Siempre me ha llamado la atención que en las Ferias de Manizales el espacio público se transforme en un “no-lugar” y la ciudad “más culta” le abra el camino a la ciudad “de la excepción”. Trataré de explicarme a la luz del recientemente fallecido filósofo Zygmunt Bauman con su teoría sobre la Modernidad Líquida.
Es común escuchar en el ciudadano corriente que en Ferias “no hay por dónde caminar”. No es una metáfora, es una realidad incuestionable. Los pocos espacios públicos que tiene la ciudad, las plazoletas, los parques, las aceras más amplias, se concesionan a los privados. Y ellos, bajo las prácticas que les son propias, delimitan su espacio, controlan el acceso y finalmente lo privatizan, en algunos casos cobrando el derecho a ingresar a él. Ese espacio que histórica y culturalmente era expresión de civilidad, ahora se convierte en “no-lugar”, porque al decir de Marc Augé, no puede definirse ni como histórico, ni relacional, ni identitario. El problema es que su presencia es cada vez más generalizada, al punto de impedir o limitar la libre circulación y el encuentro ciudadano.
Dice Bauman que en los no-lugares “todo el mundo debe sentirse como en su casa, aunque nadie deba comportarse como si estuviera en su casa”. En efecto, la Feria es un espacio-tiempo donde el ciudadano pierde su condición como tal, para convertirse en consumidor.
La ciudad, casi por naturaleza, es una escuela de civilidad por la necesidad de regular los encuentros, la movilidad o la permanencia. Y el espacio público es sin duda el instrumento catalizador de esos acuerdos colectivos que se transforman en lo que algunos llaman “cultura ciudadana”, es decir, esa manera de comportarse, de relacionarse, de interactuar con “el otro”, de reconocerse en medio de las diferencias.
El consumidor, por el contrario, no requiere de tales patrones de comportamiento. Su relación con la ciudad es mucho más simple, más primaria; podría decirse que el consumidor ignora la ciudad y la transforma en “shopping”. El consumidor se obnubila con aquello que Bauman llama la “colorida y caleidoscópica variedad de sensaciones” que le ofrece el mercado y se vuelve un ser homogenizado, pero profundamente autista. Es aquí donde lo ganado cotidianamente en materia de civilidad, se desborda en el frenesí de la fiesta, el licor y el consumo, como las expresiones más básicas de lo que podríamos denominar la “ciudad de la excepción”.
Sí. La Feria es una especie de “umbral” en donde hay licencia para violar todos los acuerdos colectivos, para transgredir todo aquello que nos había unido como ciudadanos. En ferias la venta y el consumo de licor en la vía pública es la norma, en ferias el maltrato animal genera “cultura”, en ferias el ruido aumenta sus decibeles llegando a la intimidad de las residencias, en ferias se acaba la crítica del comercio formal a la invasión del espacio público del comercio informal porque ellos son los primeros en hacerlo, en ferias el concepto de autoridad está de feria y los gobernantes también.
Como diría Stavros Stavrides en su libro “Hacia la ciudad de umbrales”, “la excepción no es lo contrario a la norma; más bien es la condición fundacional de la norma”. En este sentido, el concepto de autoridad no desaparece, sino que simplemente se integra, se camufla en la “ciudad de la excepción”.
La Feria de Manizales como “ciudad de la excepción” y “no-lugar” tiene en medio de todo algo interesante, nos permite visualizar la ciudad en un espacio-tiempo no mayor a quince años. La ciudad en épocas de Feria es la ciudad del futuro que algunos se sueñan; esa ciudad de 600 mil habitantes que vienen proyectando para el consumo, con sus pocos espacios públicos privatizados, con tantos vehículos como habitantes, amplias avenidas, puentes y glorietas a desnivel bordeando cada centro comercial. Es la ciudad producto de la suma de las individualidades, en donde cada quien se siente dueño y señor de ella y la usufructúa de acuerdo a su conveniencia.
Por eso, a quienes defienden con sinceridad a Manizales como ciudad culta, debo advertirles que la “modernidad líquida” ya nos impuso la “cultura del casino”.
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