Chilpancingo es la capital del Estado de Guerrero en México. Una ciudad universitaria de no más de 300 mil habitantes fundada en épocas coloniales. Son tantos y tan complejos sus conflictos urbanos y territoriales que aparenta ser una gran ciudad. Largas congestiones de tráfico; un sistema obsoleto de microbuses que transportan pocos pasajeros y usan la mayor parte del espacio de las vías; urbanización de los cauces del principal río que atraviesa la ciudad de norte a sur, disminuyendo su caudal putrefacto en épocas de verano, mientras en épocas de invierno inunda los barrios que invadieron las terrazas y llanuras aluviales; destrucción de los bosques en las montañas aledañas a favor de un proceso de urbanización de ladera discontinuo, sin un proceso adecuado de gestión del riesgo; y por supuesto, un gran déficit de espacio público que reduce los lugares de encuentro ciudadano a las antiguas plazas fundacionales localizadas en los cinco barrios más antiguos.
Toda esta conflictividad urbana se acentúa por las presiones socio-espaciales que ejercen las economías ilegales con sus expresiones de violencia, corrupción y control territorial. Parece increíble que una ciudad intermedia como esta, haya heredado los problemas más comunes de las grandes ciudades. Ni qué decir del impacto generado por la tipología de almacenes de grandes superficies con sus inmensas zonas de parqueo en detrimento de la calidad del espacio público y su contribución a la formación de islas de calor cada vez más amplias que están incidiendo en el aumento de la temperatura promedio de la ciudad.
Tuve la oportunidad de conocer recientemente a Chilpancingo, conversé con las autoridades de planeación urbana, con parte de la sociedad civil representada en la comisión consultiva de desarrollo urbano del Estado y con los académicos. Todos ellos son conscientes de estas problemáticas y tratan de incidir para dejar atrás este “modelo” de crecimiento y desarrollo de la ciudad basado en la irracionalidad del mercado inmobiliario.
De hecho, miran con mucho interés y admiración a dos ciudades colombianas para aprender de sus prácticas exitosas. Por un lado, Medellín, con su llamado “urbanismo social”, una herencia del “urbanismo ciudadano” de la Barcelona de finales del siglo XX que tuvo su origen en la preparación de los juegos olímpicos; y por otro, Manizales, con su amplia experiencia en materia de gestión integral del riesgo. Tanto es así que ya hemos tenido académicos mexicanos que visitan ambas ciudades para conocer tales experiencias. Y seguiremos estimulando dichos intercambios.
Sin embargo, es necesario hacer un giro socio espacial para vernos en el espejo de Chilpancingo, es decir, para dimensionar lo que podríamos llegar a ser si no asumimos con responsabilidad la consolidación de nuestro territorio o casa común. En efecto, el deterioro de Chilpancingo es una obra de muy pocos años, ocasionada por el “laissez faire, laissez passer” de las lógicas del libre mercado. Aquellos asuntos que hoy nos enorgullecen en Manizales, como la calidad de vida que proporciona la ciudad intermedia, podrían desaparecer en menos de lo que canta un gallo. La ciudad del vehículo privado, la urbanización de las riveras de ríos y quebradas, la expansión urbana en zonas productoras de agua y protectoras de bosques, la ciudad del “shopping center”, el estancamiento de la oferta de espacio público, entre otros, son tendencias que comienzan a marcar unas nuevas conflictividades socio-espaciales en nuestra ciudad. Esto quiere decir que Manizales, sin dejar de ser una ciudad intermedia por su escala, puede perder su principal virtud, la calidad de vida de la gente, garantizada por los tiempos cortos de transporte, las relaciones interpersonales, el disfrute del paisaje verde y de los ecosistemas naturales que garantizan la calidad del aire que respiramos.
Los Estados Unidos Mexicanos acaban de aprobar la “ley general de asentamientos humanos, ordenamiento territorial y desarrollo urbano”. En ella se plantea el derecho que tienen todas las personas “a vivir y disfrutar ciudades y asentamientos humanos en condiciones sustentables, resilientes, saludables, productivos, equitativos, justos, incluyentes, democráticos y seguros”. Esperemos que esta carta de navegación territorial se implemente con rigor en los municipios. No sea que como en Colombia, se le hagan los esguinces para aplicarla a voluntad de los poderes de turno.
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