Rodrigo Alberto Peláez


Tuve la inmensa fortuna de conocer a Pablo Mejía y su familia en 1992 cuando recién empezaba mi carrera de odontólogo. Siendo nuestros vecinos, fueron un gran apoyo para Mariana y para mí en el difícil momento de la pérdida de nuestro primer hijo. Pablo y Bara nos acogieron en su casa como si nos conociéramos de toda la vida, y se fue labrando una amistad de hermanos y confidentes como con ninguno. Tuvimos nuestra última tertulia dos días antes de morir, y aunque sabíamos que no estaba bien, planeamos, como siempre, la próxima "conversa" que alternábamos con visitas y paseos a la finca. Me dijo: "negrito, estoy como mejor de este sentadero, yo creo que aguanto una ida a Buenos Aires, que hace días no voy". Y así quedamos, con el paseo armado, como en innumerables ocasiones en estos largos años, que hoy me parece que fueron pocos para disfrutarlo.
Tuvo la particularidad de que todo el que lo conocía quedaba instantáneamente conectado con él, conversador encantador, agudo humorista, inteligente, culto, sincero, con un sentido extinguido de la ética y los valores. Fue quien me animó a enviar a LA PATRIA un ensayo sobre café que estaba escribiendo, se convirtió en mi asesor de texto en mi empírico oficio de columnista y me fue corrigiendo con entusiasmo y generosidad. Alrededor del fútbol compartimos triunfos y derrotas, acompañados por las familias de acuerdo a la importancia del partido, era la única oportunidad que teníamos los amigos de pedir chino a pesar de las protestas de las señoras.
Tomamos mucho aguardiente, y empezaba otra dimensión de la amistad y el humor, nos acostaba a todos y era el último en salir de las fiestas. Cuando no estaba contando anécdotas jocosas de alguno, ojalá presente, para reforzarle el cuento, era un cuenta chistes muy gracioso especialmente de chistes bobos. Le encantaba la música, desde clásica hasta "chucuchucu" y terminaba bailando en su silla de ruedas. Los desenguayabes con don Pablo, eran llenos de historias haciendo reír a todo el mundo con sus anécdotas y las de los viejos. No se le quitaba a ningún paseo, ni a ningún programa, sus amigos, nunca tuvimos problema en llevárnoslo para ningún lado, donde hubiera que llevarlo, donde hubiera que subirlo. Montó en parapente, en burro, en lancha, y hasta a cabalgatas nos acompañaba, los jinetes nos íbamos turnando la manejada del carro donde iba, eso sí, cada trago alrededor de él.
Con los niños siempre tuvo una conexión especial, les llegaba con tal naturalidad que cada chiquitín terminaba doblegado en minutos contándole las historias más increíbles. Amigo de nuestros hijos, sentían por él, un afecto del tío más querido, ya grandes y lejos, como están hoy muchos, siempre que venían a Manizales, era visita prioritaria y obligada ir donde don Pablo, al que sí le contaban todo lo que no nos cuentan a los papás. No desaprovechó momento para enseñarle a los "pelaos" valores, amor y respeto por la naturaleza. Nunca me perdonaba que tumbara un árbol para sembrar un cafetal, pero con el tiempo se tranquilizó cuando se los fui reemplazando con las reforestaciones en los linderos.
Nos quedamos sus amigos sin el punto de encuentro natural, allá llegábamos uno u otro todos los días. Los últimos meses, muy alcanzado para respirar, sabíamos que se levantaba de su cama a las cuatro solamente porque alguno aparecía. Nos hará toda la falta del mundo, pero a sus amigos nos quedará de por vida el privilegio de haberlo conocido. Pocas personas dejan en la vida solo buenos recuerdos, y uno de ellos fue don Pablo. Nos diste mucho, muchas gracias. Hasta siempre, amigo del alma.
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