Kevin Ramsés López es egresado de la Institución Educativa Bosques del Norte. Hoy comparte con nuestros lectores este cuento de su autoría, que también salió publicado hoy en la edición impresa del diario (27/05/14).
Siempre antes de que el sol penetrara por la ventana, él ya estaba levantado en la puerta esperando a que el gallo cantara, esa era la señal. Ya estaba acostumbrado a ser espantapájaros de día y hombre de noche. Vivía solo con su compañera en una pequeña, pero acogedora cabaña en Vitori, alejado del mundo, de aquella repugnante gente que intentó dejarlo en cenizas.
¿Tenía hijos?, quizá, no lo conocía tanto para asegurarlo, las noches eran tan cortas que eso sería un verdadero milagro.
6:00 a.m. Como si fuera magia o brujería, parado en el pórtico, su todo se empezaba a transformar; su cara no era de carne, era relleno, una máscara vieja. Su cuerpo no era entereza, simplemente rastrojo encostalado. Sus manos no eran huesos, eran palos de escobajo. No tenía dedos, tenía tornillos. Sus pies no eran fibra, músculos, simplemente cúmulo de chiros viejos. Una peluca, un viejo sombrero y la ropa que de antes quedó. Así se sentía él, así era él. Su trabajo no era sencillo, respiración de nadador, pies de atleta, corazón de ladrón, no tenía ninguna. Recorría y recorría el campo de maíz, no se comía, tampoco se cuidaba solo. Las aves huían. Podía él estar colgado de una estaca de madera meneándose de lado a lado como palmera en verano, pero no, temía quedarse de repente confinado allí para siempre, necesitaba su vida de noche, compartir los placeres de la carne en doce horas diarias como hombre.
6:00 p.m. Nuevamente parado debajo del pórtico y con el último rayo de sol, mirando fijamente el cielo, regresaba. Ya no era trapos, era piel, no tenía botones y mejillas dibujadas, tenía boca, ojos, nariz, sus brazos y piernas ya no eran bastones, nuevamente eran venas, huesos, músculos, era otra vez él: Sergio.
Era feliz con un trabajo que nadie quería, que ni siquiera existía, en el que no pagaban. De noche las aves regresaban a sus nidos, no había preocupación por los astutos pajarracos, tampoco por su secreto, lo sabía ella, así lo amaba, asimismo lo guardaba, cuidaba, aprendió a vivir así.
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