Miguel Ángel Patiño Castiblanco, de 19 años, y estudiante de la Universidad de Caldas, nos envía este cuento para compartir con nuestros lectores. Este fue escrito con la intención de describir la labor de un brillador de relojes que se ubica en el centro de Manizales, por la admiración y el respeto a su trabajo que se resiste al paso del tiempo.
La luna, con su luz y opacidad pronto aturdirían los sentidos, sin embargo la diestra artesanía de ese viejo de mirada taciturna y un poco irreal, marcaba la hora exacta en su reloj: las cuatro y un minuto para ser puntuales; al volver mi mirada a sus manos descubrí, que no era tan cierto lo que decían en la calle sobre las manos de los relojeros, pues este, a diferencia de lo que se escuchaba, tenía en su dominio unas grandes y toscas manos que más bien parecían de leñador, pero como tantas equivocaciones cometidas, esta no fue la excepción.
El sutil arte con que arreglaba las mismísimas entrañas del tiempo, junto a las artesanías de sus brillantinas de cristal, infringían en mi corazón una cierta dependencia a observar de qué manera esa disciplina profunda y silenciosa del anciano diáfano era, a decir verdad, aquello que jamás tuve en mis intereses, pues le temo al paso del tiempo, a dejar que la vida se me vaya sin ningún motivo de valor, pero él, arrugado y gacho, con sus ojos ya mirando la eternidad sin remedio y sus años en un descenso vertiginoso impulsaban de manera contraria esa afortunada soltura en su arte, el arte de arreglar el tiempo y de sacarle brillo al cristal por el cual pasan esos segundos.
No podía ser mas convincente el trabajo del anciano con la tarde que parecía caerse del cielo, pues mientras con su empeño lograba restaurar el preciosismo de las nostalgias del ayer, de las nubes empezaba a brotar una lluvia densa y tierna que no inmutaba para nada su labor ni desaceleraba mi deseo de saber que mas pasaría de ahí, de esos actos incomprendidos y banales en los que el sujeto del común no cae en cuenta, de esos que, como los segundos pasan desapercibidos, pero al momento de reconstruirlos en un futuro sin regreso, resultan mas clarificadores y bellos que los ruidosos años que jamás nunca se recuperaran.
Como el destino que si bien no marca esa suerte de presagios simbólicos, pero que si propicia la manera en que pueden afectar al individuo; comencé un visión parsimoniosa, tal como la vi en las manos de aquel anciano que hacia su trabajo sentado en una especie de murito incomodo de una calle en la que, si bien, él no era el único habitante, era el que se destacaba dentro de todo un ámbito bulloso y ensopado de gritos ofreciendo toda clase de artículos útiles e inútiles; mientras que este ser cayado y sabio continuaba su trabajo impecable. Me olvide del tiempo que corría, como también me olvide del grito destemplado y del ensordecedor paso de las motos; solo hubo silencio, música clara que provenía del mismísimo ser que, incomodo en aquel relieve de ciudad continuaba dándole brillo al cristal, a ese que ignoramos, pues solo nos importa lo que sucede dentro o fuera –dependiendo de que posición se le mire-, pero jamás se notan los rayones que este hombre grande y solitario deshace.
La simplicidad en su estado mas profundo, la armonía de un concierto de piano, la ambigüedad de un oficio que se resiste al paso de una modernidad desolada de eso, simplicidad divina.
Por lo demás, soy un simple observador de lo que hacen las personas que, sin atreverme a cruzar palabras con dichos actores de la vida, sí puede complacerse de lo que estos hacen y disfrutar de esa magia que hasta los lugares mas insignificantes ofrecen; quien cree que pueda ser posible que un anden oscuro y sucio en algún lugar sin interés, pueda ser la silla, el púlpito o el bastidor en el que se crean las mejores y más complejas obras de nuestra pobre y ensordecida humanidad?
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