Un escrito de... María José Ospina
"Lo duro de escribir es darle comienzo a la historia, pero una vez que empiezo a escribir no me puedo detener”, dice María José, estudiante de 15 años, de la Institución Educativa Santa Luisa de Marillac (Villamaría). Empezó a escribir desde los 8 años de edad. Se enfocó por los cuentos de hadas, viajes a la luna y princesas. Tres años después le empezaron a llamar la atención cuentos o libros que superaran su nivel académico, como filosofía, mitología griega o romana, ciencias sociales o políticas, de costumbres y cultura mundial. A María José también le gusta la música, interpreta el violoncello, y aprecia el teatro. A continuación comparte con nuestros lectores su escrito.
Es cierto, enloquecí.
Era inevitable no pensar en esto. Comenzó con una pequeña y simple pregunta; el no encontrar una respuesta hizo que se volviera en más que eso, me cuestionó más allá de lo normal llevándome a la locura, llegué a pensar que no tendría fin porque siguió como un sueño, el cual tenía que soportarlo todas las noches sin despertar. Este se convirtió en pesadilla, ya no lo soportaba, ya no sabía que más hacer, daba vueltas de un lado para otro sin saber a dónde iba a parar, inventaba cosas con el fin de darle solución, pero nada, ni nadie supo como calmar mi intriga.
Se preguntarán ¿Qué era esa pesadilla sin fin?
Bien, se los contaré todo…
Todo comenzó cuando huí del reino queriendo comenzar una nueva vida fuera de la monarquía y asuntos políticos.
El 24 de junio de 1802, a las 3:46 am, días después de haber llegado al pueblo de SantCeloni, desperté asustado, casi con el corazón en la mano del salto que di. Me preocupé porque no soy de los que se despierta fácilmente. Al despertar lo único que se me vino a la mente fue ¿Qué pasa por la mente de todos? ¿Qué sucede allí dentro? ¿Todos somos iguales? o ¿Qué nos hace diferentes?
Mi locura dio comienzo después de que pasaron horas, días, semanas sin encontrar ni la más mínima respuesta; en ese tiempo no comía, no dormía y no hacía otra cosa que no fuera pensar en la solución de esta. Cuando la gente se enteró que había enloquecido, la muchedumbre empezó a perseguirme como si les hubiera hurtado la esmeralda o el diamante más grande que se pudieran imaginar.
Llegaron a mi casa. De inmediato saqué mi cabeza por la ventana más alta antes de que derribaran la puerta. Desde allí grité “¡no estoy loco!”, pero la muchedumbre empujaba con más fuerza la puerta, pues creían que estaba mintiendo. No sé cómo ni por qué empecé a contar a la gente que estaba detrás de mi puerta. Eran 80 en total y allí se me ocurrió una gran idea.
Pero, pensé que si abría la puerta podrían entrar golpeándome y abofeteándome, pero se me ocurrió que si gritaba por la ventana mi idea, iba a ser escuchada e iban a entrar con más calma.
“¡Gente del pueblo, quiero que me escuchen con atención, tengo algo que decirles, y para eso, necesito de su silencio y comprensión!”
Pues sí, en ese momento grite como nunca antes había gritado, me escucharon y entraron con calma; les dije detalladamente mi plan y lo aceptaron.
Empecé entrevistando, uno por uno, y así me di cuenta que poco a poco iba disminuyendo mi locura. La verdad no me explicaba por qué. Los nervios bajaron, ya no me dolía tanto la cabeza, ya no estaba tan angustiado como lo estaba antes y mi ansiedad disminuía notablemente.
En mi entrevista con aquellas personas empezaba preguntando ¿Qué pasa por tu cabeza?
Las respuestas me saciaban cada vez más, y así, me di cuenta de que cada persona es un mundo distinto y de que todos juntos formamos una galaxia enorme. Iba entrevistando a la persona número 17 cuando noté que empezaba la mañana del lunes 15 de Julio de 1802. Habían pasado 22 días, 8 horas y 48 minutos desde que empezó esa pequeña pregunta que me llevó a todo esto.
En la tarde habían pasado más de la mitad.
Ya eran las 10:45 p.m. y me faltaban 15 personas por entrevistar; cada persona, cada mundo me habían fascinado como nada, ni nadie antes lo había hecho, nunca llegué a pensar que me pasaría algo parecido.
Mire el reloj, ya eran las 03:34 a.m. y me faltaba solo una persona por entrevistar. Empecé con la misma pregunta de todos.
Respiró profundo y dijo:
“En mi cabeza solo pasan pensamientos oscuros que solo me recuerdan mi triste y solitario pasado, cuando oigo mi corazón lo escucho llorar diciéndome que nada vale la pena, pero, si escucho a mi razón, me dice que siga y lo olvide todo. No sé a cuál atender. Mi corazón de nada le sirve a mi razón y mi razón de nada le sirve a mi corazón”.
No sabía qué decir en ese momento. Únicamente le di una sonrisa, lo miré con los ojos algo anegados y con casi nada de coraje, le dije. “No puedes cambiar ni olvidar tu pasado, pero puedes ver tu futuro con ojos de esperanza y algo de color”.
De repente cerró sus ojos mientras suspiraba, inclinó su cabeza y la movió de arriba a abajo repetidamente. Se levantó del escaño y con la cabeza erguida me dijo.
“Será difícil, pero gracias. El hablar contigo me ayudó a entender, reubicarme y encontrar mi camino de nuevo, pensaré más con la cabeza y en este caso, escucharé más a mi razón y no tanto al corazón”.
Cruzó la puerta, la cerró y salió de mi casa.
Pensé, medité, me sentí bien al ver que había ayudado a alguien, o bueno, eso creía. Me paré del escaño y sentí mi corazón latir como antes; fui a mi cama y dormí como nunca. Me desperté el martes 16 de julio de 1802, a las 9:43 a.m., fui directo a la cocina y preparé algo de comer.
Suspiré, reflexioné y me di cuenta que solo con esfuerzo y dedicación pude vencer mi loca locura.
El día lunes 28 de Julio de 1802, salí de mi casa por primera vez en 2 semanas, temía ser tratado como el loco del pueblo, pero aún así, asumí el riesgo. Mi casa estaba ubicada en las afueras del pueblo, tome mi caballo y salí a cabalgar. Llegando a la plaza disminuí el ritmo, quería ver cómo iba a ser el trato de ellos para mí.
Así fue, todos me trataron como loco, esquizofrénico, demente, desequilibrado y muchas otras cosas más. Pero el hombre aquel que estuvo en mi casa, ese hombre que sacó lágrimas de mis ojos, ese hombre me recibió como un héroe, con aplausos, con una mirada y una mueca en forma de sonrisa expresando su agradecimiento.
Pensé, ¿qué más satisfactorio que eso?
Bajé de mi caballo, él me saludó con una venia. Subió a una mesa, llamó la atención de las personas allí presentes y dijo:
“Yo, Luis Carlos II, no entiendo por qué ustedes tratan a este caballero como enfermo mental, sin saber que este señor me ha cambiado la vida. Yo lo tenía todo, riquezas, oro, joyas, tierras, casas, mansiones, pero aún así era la persona más infeliz de todos ustedes; así lo tuviera todo, no tengo a nadie. Mi familia, mis amigos, todo, todo lo perdí por mi egocentrismo, mi avaricia, mi orgullo. Nadie, absolutamente nadie quería pasar un solo momento a mi lado, hasta que este hombre, al que ustedes llaman loco, me hizo dar cuenta de que eso lo debo dejar en el pasado, me dijo que viera hacia el futuro con otros ojos. Y así fue. Ahora me siento la persona más feliz del mundo porque sé cómo disfrutar la vida; todas mis riquezas las doné a caridad, orfanatos y hospitales. Honestamente todo se lo debo al que ustedes llaman loco…".
Y si él es un loco, yo quiero ser uno también; este loco es mi héroe, este loco me cambió la vida.”
Pude sentir la incomodidad de aquella gente, inclinaron su cabeza y pidieron perdón por haberme tratado de esa forma. En ese momento respondí. “Yo no tengo porque perdonarlos, el daño se lo hacen ustedes mismos, ustedes no saben cómo respetar al otro, y quién sabe, hasta un día también le podrán llamar así a un hijo, hermano o padre, ustedes no se pondrían ni un momento en mis zapatos.” Subí de nuevo a mi caballo, le di las gracias a Luis Carlos II y fui directo a mi casa sin decir nada más, sin mirar a nadie más.
Ya eran las 5:27 p.m., tocaron la puerta, la abrí.
Era la gente que se encontraba en la plaza, sin excepción alguna, ofreciendo sus disculpas y me pidieron ser su consejero. Con la cabeza en alto respondí con un rotundo: "no".
“Así como ustedes me rechazaron en el momento que más los necesitaba y me trataron de loco y demente, los rechazo hoy lunes 28 de Julio de 1802. Les digo que el día que acepte esta propuesta me dejaré de llamar Juan III, hijo del rey Felipe I y la reina Sara Victoria y seré una deshonra para mi familia. Parto esta noche para la capital, me ha llegado una carta de mis padres diciendo que ya es hora de que vuelva y tome control absoluto del reino”.
El pueblo, asombrado de esta noticia, se retiró de la entrada de mi casa, deseándome buena suerte y buen viaje.
La primera persona que me vio llegar al reino el día 17 de agosto de 1802, fue mi madre, la reina Sara Victoria, se notaba en su rostro que estaba alegre de verme. Mi padre tampoco se queda atrás, me alegré mucho de verlos.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces y aún recuerdo las palabras de mi padre:
“Hijo, hoy empieza una nueva vida para ti, en tus manos encomiendo esta nación, de ahora en adelante será tu responsabilidad llevar a este país a un satisfactorio futuro”.
Me senté en el suelo, lloré como nunca al lado de mis padres, mientras mi madre me decía: “qué orgullo tenerte como hijo”.
Por desgracia esas fueron las últimas palabras que oí decir de mi padre.
El rey Felipe I murió la noche del 17 de agosto de 1802.
Las exequias de mi padre fueron el 19 de agosto de 1802, el ataúd estaba rodeado de hermosas rosas blancas, tal como le gustaban a él, llevaba su traje de soldado y su corona nunca fue retirada de sus hermosas, ajadas y suaves manos.
Mi madre no derramó ni una sola lágrima; le pregunté que cómo era eso posible, y su respuesta me marcó.
“Hijo. Yo amaba a tu padre con un amor infinito e incomparable, pero llorar ahora no cambiará nada, no hará que vuelva a estar a mi lado”.
Cuando salí del cementerio me estaba esperando Luis Carlos II con toda su familia, me dio la mano y dijo:
“Gracias a ti, he vuelto a estar junto a mi familia, no sé cómo agradecerte. Lamento mucho la muerte de tu padre, él era un gran rey”.
Desde esa noche el nombre Felipe I no fue mencionado de nuevo en el reino.
Mi posesión fue el 30 de agosto de 1802.
Me casé el 17 de Agosto de 1804, en el segundo aniversario de muerte de mi padre. El 23 de mayo de 1805, nació un hermoso niño de ojos grandes color negro, piel blanca como la nieve y cabello dorado como el sol, el cual fue llamado Felipe II. Sí, fue mi hijo, lo llamé como su abuelo.
Hoy 14 de diciembre de 1850, ya han pasado 45 años desde entonces, ya soy un anciano de 85 años, escribo mi testamento y que todas mis riquezas queden en nombre de mi hijo el príncipe Felipe II y mi esposa la reina Julia.
Hoy es el último día que escribo en este diario, quiero que cuando lean este, me recuerden como un hombre honesto, que nunca se rindió. Quiero decirle a mi hijo Felipe II que desde el momento en que nació fue mi inspiración. "Hijo, gracias por haber nacido".
También agradezco a Luis Carlos II, por haberme sabido apoyar en aquellos momentos de locura en aquel pueblo. El fue un gran amigo para mí. A mis padres, el rey Felipe I y la reina Sara Victoria por haberme dado una buena educación y por haberme enseñado el verdadero valor de la familia, por sus buenos y sabios concejos, por brindarme todo su amor y comprensión durante toda mi infancia, juventud y aún en mi madurez. Por último y no menos importante, a mi esposa, la reina Julia, que me apoyó incondicionalmente.
El rey Juan III murió la tarde del 28 de febrero de 1851. Su hijo y su esposa se quedaron con el reino hasta la muerte de Julia. Felipe II fue rey a los 34 años, se casó con Sophia, tuvieron 2 hijos: Marcos y Lucía.
Luis Carlos II es feliz al lado de su familia.
El pueblo de SantCeloni conmemora cada año la muerte de Juan III.
Estos fueron los últimos registros en el diario del rey Juan III.
El diario fue encontrado entre los escombros del Palacio de Lorca, en 1915, en Londres-Inglaterra.
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