I
Hace unos meses el programa Séptimo día hizo un ejercicio para comprobar lo poco que nos importan las injusticias que se cometen a nuestro alrededor. Grabaron a dos mujeres en un salón de belleza, dos actrices que se encargaban de desempeñar una el rol de manicurista y la otra, el de cliente. El objetivo era que esta última insultara repetidamente a la supuesta trabajadora del lugar, que a propósito era negra, mientras le arreglaba los pies.
Se pretendía, además, que la escena la presenciaran las demás asistentes al lugar, que no eran actrices ni sabían que las estaban grabando, para, finalmente, determinar quién se animaba, se atrevía, a parar la ola de improperios.
El resultado, en general, fue la indiferencia de las testigos. Los reporteros, muy al estilo de ese programa de televisión, a la salida del lugar abordaron atropelladamente a varias mujeres que habían presenciado la situación, para preguntarles por qué no habían hecho nada. Terminaron juzgándolas y algunas de ellas, supongo que incómodas con las cámaras y pensando a la carrera, aceptaron “su omisión”.
Tengo que decir que yo difícilmente hubiera hecho algo. Quizá advertir a un guarda de seguridad, pero no lo que pretendían los reporteros: que uno se interpusiera entre ambas mujeres y le diera una lección a aquella que insultadora profesional.
II
Hay ocasiones en las que, al ver que alguien lanza una basura a la calle, siento el impulso de hacerle aquella broma de decirle irónicamente: “Ey, señor, señora. Mire lo que se le cayó”, y recoger el papel del suelo y entregárselo para que caiga en la cuenta de su falta de civilidad.
Pero la razón para no hacerlo, para mí y para muchos, es el miedo. No es falta de indignación, sino la conciencia de que por ahí abundan irracionales sordos ante los argumentos, que creen que una palabra, léase bien, una palabra en contra de sus acciones, es un ataque que solo puede ser respondido con una agresión física.
Así, al menos para quienes somos enemigos de la violencia, se nos ha ido arraigando el hábito de comer callados, de mirar para otro lado, de cambiarnos de andén y continuar el camino; de justificarnos diciendo: “son cosas de ellos”, a pesar de que ocurran en espacios públicos y lo privado, indefectiblemente, se vuelva público.
En estos casos, como ciudadanos, hemos ido perdiendo el valor, que Hannah Arendt consideró una virtud, “una de las más elementales actitudes políticas”. Y nos falta el valor por el miedo a la agresión del otro.
¿Vieron el video de los motociclistas que después de protestar golpearon a un hombre en Chipre? (http://www.lapatria.com/sucesos/de-motociclistas-protestantes-victimarios-27373)
¿Qué ciudadano se hubiera atrevido a mediar allí cuando lo que imperaba eran las acciones bárbaras de una masa irracional?
Tanto que un par de días después de conocidas las imágenes, Hómez lo caricaturizó así en La Patria:
La pérdida de nuestro valor civil, incluso para situaciones menos sofocantes que esa, es preocupante porque, finalmente, en una sociedad debería existir cierta clase de conflictos que los ciudadanos pudiéramos resolver entre nosotros, por medios no violentos y sin la intervención de terceros llamados a poner orden, como la Policía.
Lo más preocupante es que ese valor se pierda, no por factores que sí serían criticables, como la indiferencia, el egoísmo o la indolencia, sino por físico miedo.
No nos juzguen por sentirlo. Al menos por ahora. También queremos mantenernos vivos.
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