(1941-2013)
Empecé a escribir estas palabras exactamente la segunda noche que pasamos en la clínica, solo con la intención de poner en blanco y negro todos los pensamientos que pasaban en ese momento por mi cabeza.
Jamás te había visto enfermo, y ahora tu a tus 72 años y yo en mis 40, nos encontramos por primera vez unidos en la enfermedad, en la que sin duda sería la más grande de nuestras adversidades y la personificación de tus miedos más profundos.
Tratando de apartar mis sentimientos inherentes de hija: el amor y el respeto que siempre te tuve, quise poder definir cuáles son las cosas que hacen parte de esa herencia intangible e invaluable, que nos has dejado. Eso que me ha permitido dormir cada noche con la conciencia tranquila, mirar a mis hijos a los ojos y sentir el orgullo de mis padres.
Hoy en día, cuando le hablo a mis dos adorados hijos oigo tu voz en mis palabras es como si las hubiese memorizado de una forma literal y casi aterradora, con qué exactitud puedo repetir inconscientemente tus sabios consejos.
Y si como dicen solo se educa en el ejemplo, tuve la fortuna de recibir el mejor de todos, el de un buen hombre, un buen padre, un buen abuelo, un buen trabajador, el de un gran señor: don Mario. Ejemplo de dignidad, responsabilidad, honestidad y ante todo de respeto… respeto por los demás, por la mujer, por el amigo, por el cliente, por el empleado, por los mayores, incluso por los que tomaron la decisión de vivir su vida de manera completamente diferente a la tuya.
Si bien es cierto que la grandeza de un hombre está ligada directamente al legado que pueda dejarle a sus hijos, tu fuiste grande papá. Y seguirás con nosotros en nuestros corazones, en nuestra forma de ver el mundo, de educar a nuestros hijos, de cuidar nuestras familias, de asumir nuestros compromisos y responder por nuestros deberes. En cada acto de nuestras vidas que exija de nosotros un comportamiento ejemplar, seguirás vivo y presente.
La vida no fue fácil para ti, desde el principio te la pusieron dura, pero nunca te quedó grande, diste las batallas, todas y cada una de ellas, hasta esta última, la que más temías, la de esa enfermedad innombrable que se llevó a muchos de quienes más amabas: mamá Esther, Gloria, Dora, Jaime, Dorita, pero llegó inclemente, agresiva y traicionera, sin embargo tampoco te quedó grande. La enfrentaste con dignidad, valor y fortaleza, sin quejarte, sin volverte víctima y haciendo lo que médicamente estuviera a tu alcance; como me lo dijiste un día, en alguna de esas esperas interminables para realizar un examen, “solo lo hago para tener un poco más de tiempo con mis hijos y mis nietos”. Pero no nos dio el tiempo que hubiéramos querido tener. Y aunque era tarde también la luchaste papi. Y yo tuve la bendición de acompañarte, acompañarte durante muchas horas, en el día y en la noche, en la clínica y en la casa. Tuve la bendición de poder estar contigo, de tomarte la mano, de besarte en la frente, de contarte lo que estaba pasando, de darte ánimo y de poder hablar muchas cosas que tal vez nunca habíamos podido hablar y de oír de ti palabras que hoy guardo como el más grande de los tesoros.
A uno lo llaman en su momento, y a ti te llegó el tuyo, tuviste una buena vida, al lado de mi mamá, compañera incondicional, esposa devota, un verdadero bálsamo de ternura para todos tus tormentos y a quien amaste profundamente. Pudiste criar a tus hijos y disfrutar a tus nietos: Pablo, Isabella, Ilana y Pedro a quienes adoraste y llevaste siempre en tu corazón.
Te llegó el turno, gracias a Dios y para alivio nuestro con una muerte tranquila. Terminaste dignamente tu última batalla, mereces descansar papi y hacerlo en paz.
Ahora solo queda darle las gracias a la familia siempre incondicional, a los amigos, a esos grandes amigos que nos acompañaron. Un agradecimiento muy especial a los doctores Alfredo Posada y Hernán Darío Salazar, quienes hicieron este proceso más compresible y llevadero, con las palabras justas, precisas y respetuosas y con el trato humano que requieren los pacientes que luchan por sobrevivir.
Gracias al padre Leopoldo, quien te ayudó encontrar paz en tu corazón y entender el alivio que nos da poner nuestra vida en manos de Dios.
A todos ustedes mil gracias.
Carolina Zuluaga Perna
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