*Fanny Bernal O.
LA PATRIA | MANIZALES
Azucena llegó a la asesoría psicológica silenciosa y con la mirada lejana, parecía que se encontraba muy lejos de las cuatro paredes en las que se realizaba el ritual de la consulta. Como si ella no fuera la protagonista de su vida, narró la manera como habían transcurrido estos días y además expresó de manera abierta y un poco molesta que no había podido sacar tiempo para ella, puesto que sus deberes domésticos se lo impedían. Por lo tanto las tareas terapéuticas que debía realizar no estaban listas, según sus palabras:
“Ella tenía que pensar en los demás primero, había tantos para atender”…dijo también que desde que se casó, pocas veces había salido, su actitud en casa era trabajar, cuidar, esperar, guardar, callar.
Tanto dolor en sus ojos, tanto miedo en su andar, frágil y vulnerable, poco a poco fue abriendo las puertas de su historia; momentos que a nadie le había contado y que por supuesto le herían. Salió de su casa a los quince años, confiando en que era mejor un marido que unos padres maltratadores y ausentes, tardó poco tiempo para darse cuenta de su equivocación.
Azucena, comenzó a vivir la vida de los otros: la del esposo, la de los hijos, la de la suegra; todos fueron como un ejército enemigo que ayudaron a marchitar su juventud y la poca esperanza que en su interior quedaba.
Luego hubo de tener espacio en su casa para los nietos, sus hijas los dejaban bajo su cuidado; sin importar el tiempo, ni el número, ahí estaba siempre Azucena para cuidar y dar.
Un día, la muerte tocó la puerta de su casa y ella solícita creyó que tenía que guardar bien adentro su dolor, esconder sus quejas, ahogar su llanto para dedicarse a apoyar a los otros, nadie le dijo que podía llorar.
Esta historia, es la crónica de muchas mujeres, que jamás han tenido la oportunidad de decir lo que quieren, lo que sienten, sus deseos y necesidades han sido guardados durante años, ante la indiferencia de sus seres queridos y de su familia.
Cuando se vive con alguien que siempre tiene tiempo, disposición, actitud de entrega y que además se olvida de sí misma, es fácil para las personas que viven a su alrededor, permanecer indiferentes. Azucena pensó que así era la vida y que no podía quejarse, sin embargo ante la visita de la muerte no le ha resultado fácil esconder el dolor.
Cuando el dolor se esconde, se demoran más los duelos para elaborarse, esto significa que se aplaza el afrontamiento, lo cual origina estrés y ansiedad no solo por la situación de aflicción, sino que además, a esto se suma, el tener que dar respuesta a las demandas afectivas de la familia, y el tener que asumir el día a día, como si nada hubiera pasado.
Enmascarar el dolor es una actitud dañina que va en contra de la salud mental y la calidad de vida de cualquier ser humano. Guardar las penas para que los demás no se preocupen, o para demostrar que se es fuerte, conduce de manera rápida, en muchas ocasiones, a una depresión.
Así las cosas en vez de pensar en ahogar y ocultar las emociones y los sentimientos, la tarea para comenzar a sanar el dolor, es asumir primero que la muerte duele, que separa, que despoja, que arrebata y que hay que expresar la aflicción y también buscar consuelo.
Consolar es escuchar, acariciar, acompañar, es permitir la manifestación de las emociones y lamentos, sin interrupción y de manera respetuosa, consolar es entender que cada persona siente las penas de manera individual y particular, y por lo tanto requiere tiempos diferentes para transitar su dolor; no se puede pensar y menos aún exigir que luego de haber compartido toda una vida con el ser querido que ha muerto, sean suficientes solo unos días para aliviar el dolor.
Azucena y otras personas en duelo, necesitan el hombro cálido de sus seres queridos o de los amigos, que no la hagan sentir culpable porque expresa sus sentimientos y por el contrario le apoyen en el camino de su recuperación emocional.
*Psicóloga
Profesora Titular Universidad de Manizales
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