Vladimir Daza Villar


La TV Globo de Brasil rememoró en 2014 el caso de Aída Curi quien fue violentada y asesinada en Río de Janeiro por jóvenes de la clase media en 1958. Fue un caso ruidoso de gran repercusión por los medios de comunicación brasileños, según informa la nota de uno de los principales periódicos de ese país, la Folha de Sao Paulo. Los familiares de la joven asesinada solicitaron indemnización pues, según ellos, el programa reabrió “antigas feridas” e invocan como escribe la Folha de Sao Paulo el derecho al olvido. El asunto es muy serio porque el Supremo Tribunal Federal decidió discutir el asunto y es posible que la demanda sea millonaria.
El mismo año, el 11 de diciembre, la presidenta de Brasil, Dilma Rouseff visiblemente se emocionó y lloró en la ceremonia de entrega del informe de la Comisión Nacional de la Verdad acerca de los crímenes de la dictadura militar brasileña (1964-1985): 20 mil torturados, 191 muertos, 243 desaparecidos y 377 responsables entre ellos están 5 Generales-presidentes de Brasil. Un hecho privado y otro público desbordan la memoria social la memoria colectiva diría Pierre Nora, la cual es sensible a este tema.
El pasado 30 de enero de 2021, nuevamente reaparece el tema “en medio de la confusión de conceptos” jurídicos, el Supremo Tribunal Federal discute el derecho del olvido retomando el caso del crimen del año de 1950. Es decir, que una persona no sea expuesta al público de manera indefinida por un hecho ocurrido en determinado momento de su vida, agrega la nota en la Folha de Sao Paulo. Además, discuten los especialistas, ¿qué debe abarcar en el concepto del derecho al olvido?
Más complejo aún para la sociedad y la política es el derecho a olvidar sin venganzas ni resentimientos. En verdad, cada generación tuvo sus propias maneras de superar sus traumas y dolores. En toda América Latina, en cada país que ha sufrido su propia dictadura se han construido Memoriales, museos de la Memoria sin contar los que se han construido en Europa por cuenta del Holocausto. El tema de la memoria se ha convertido en subtema de la historiografía e inevitablemente en una “moda”, aunque pocos saben que dicho tema entró a la historiografía a través de la “historia de las mentalidades”.
En Colombia, la aparición en español del libro del historiador francés Michel Vovelle, La mentalidad revolucionaria, coincidió con una explosión de las memorias: la de la Violencia, la de los Desplazados y de las Víctimas, las cuales sedujeron a los historiadores, a los sociólogos y a los antropólogos como un problema de estudio. Pero también en el caso colombiano, el concepto de la memoria entró en el debate político.
El lector podría estar de acuerdo conmigo en considerar que los archivos como los monumentos son una manera de la memoria que guarda la viva imaginación de los muertos, la memoria colectiva, como diría Pierre Nora, la cual es reinventada por las preguntas de los historiadores y de su época.
Escribe André Burguiére en su obra acerca de la historia intelectual de la Escuela de los Annales que la Primera Guerra Mundial hundió la supremacía moral de Europa “puesto que los europeos habían sido los primeros en ridiculizar, con su ensañamiento al matarse unos a otros, los valores humanos supuestamente universales, en cuyo nombre se creían autorizados a dirigir el destino del mundo.”. Agrega el autor que Marc Bloch y Lucien Febvre comprendieron que era necesario “una revisión no sólo del futuro sino también del pasado” y superar la visión lineal de la historia y de las memorias .
Según Peter Burke, “los conflictos de la memoria se hacen particularmente visibles no solo cuando tienen lugar actos conmemorativos, sino también cuando cambia el régimen político”, como fue el caso cuando se desmoronó la Unión Soviética que se consideró por la sociedad públicamente inaceptable mantener los monumentos al líder de la revolución rusa, Lenin.
También el derribo de estatuas sucede en momentos de grandes revueltas urbanas. La destrucción de los monumentos, la guerra iconoclastia del 2020 y en el 2021, según Benjamin Forest en los Estados Unidos “se han intensificado desde 2015, provocados por la campaña y la posterior elección del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, así como por la masacre de nueve feligreses afroamericanos por un supremacista blanco confeso en Charleston en junio de 2015. En 2017, un neonazi mató a un contramanifestante en una manifestación de Virginia contra la propuesta de remoción de las estatuas de los generales confederados Robert E. Lee y Thomas Jackson, y los extremistas lanzaron amenazas de muerte contra los contratistas que presentaban ofertas para el trabajo de eliminar las estatuas confederadas en Nueva Orleans en 2017”.
Estos acontecimientos plantean, primero que el pasado no se cierra, como es el caso de la joven brasilera Aída Curi, y segundo, un debate acerca de la verdad histórica y de cómo se construyó la memoria histórica.
En una acera del Central Park, escribe el historiador Rafael Rojas, “después de muchos jaloneos, la ciudad resolvió retirar la estatua James Marion Sims, un ginecólogo del siglo XIX que hizo experimentos con esclavas negras”. En la ciudad de Bristol, Gran Bretaña, los jóvenes arrancaron la estatua de un próspero comerciante esclavista, Edward Colston y filántropo local y la arrojaron a un río.
Según el experto en la historia nazi, Richard J. Evans “las estatuas erigidas en el apogeo del poder imperial y los prejuicios no pertenecen a la Gran Bretaña del siglo XXI. Pero derribar monumentos no nos ayudará a comprender adecuadamente nuestro pasado ni a resolver nuestros problemas presentes”.
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